Una mirada afirmativa de
la sexualidad,
vista a la luz
del amor.
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El mundo muchas veces ha puesto al hombre en un rol pasivo o incluso ausente en los temas de fertilidad y salud menstrual. La sociedad, durante años, nos ha enseñado que el cuerpo fértil es un problema. Nos ha hecho creer que se puede cortar la fertilidad y que solo tiene un fin reproductivo.
En este contexto, la Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II nos recuerda una verdad profunda: el cuerpo masculino también está llamado a amar, cuidar y entregar vida. Lo hace no solo en el acto conyugal, sino en la manera cotidiana en que acompaña, comprende y sostiene a su esposa e hijas.
Amar con el cuerpo, amar con el alma
San Juan Pablo II afirma que el cuerpo humano —masculino y femenino— tiene un significado esponsal. Es decir, está hecho para el don de sí. El esposo no solo está ahí, sino que se entrega, se involucra. Se hace uno con su esposa, también en la vivencia de su ciclo menstrual.
Cuando el hombre conoce el ciclo, no solo aprende a identificar los días fértiles o infértiles. Aprende a leer el lenguaje del cuerpo femenino como un signo del amor de Dios, lleno de belleza, ritmos, fuerza y vulnerabilidad.
La paternidad, desde esta mirada, no comienza con la concepción ni termina en el nacimiento. Comienza mucho antes, cuando el esposo elige amar con responsabilidad y continúa siempre. Continúa en la forma en que acoge los ciclos hormonales de su esposa sin juzgarlos, en cómo enseña a sus hijas a mirar sus cuerpos con dignidad, en cómo acompaña activamente las decisiones relacionadas con la fertilidad.
El ciclo menstrual es camino compartido
Muchas veces el hombre no sabe cómo actuar frente al ciclo: si su esposa está más sensible, si se siente cansada, si hay días de más deseo o menos cercanía. Puede vivirlo con desconcierto, frustración o incluso rechazo. Conocer el ciclo no lo limita: lo libera.
Además, conocer el ciclo le da herramientas para:
- aceptar los cambios hormonales como parte natural del cuerpo femenino, no como un problema, no sólo en cada ciclo, sino en los cambios a lo largo de la vida reproductiva;
- ser empático y paciente, reconociendo que hay días de mayor vulnerabilidad emocional o física;
- cuidar activamente, por ejemplo, ofreciendo descanso, afecto o contención sin exigir reciprocidad;
- tomar decisiones conjuntas sobre la apertura a la vida, en diálogo y mutua entrega, como propone el uso de métodos naturales.
La responsabilidad del varón
El varón que acompaña el ciclo de su esposa desde los métodos naturales no es un «fiscal del moco cervical». No está para controlar ni exigir. Está para observar con ella, escuchar con ella, discernir con ella. En esta mirada, su rol se vuelve activo, pero no invasivo. Es presencia que acompaña. Es don que respeta.
La responsabilidad procreativa, como enseña la Iglesia (Cf. Humanae Vitae, n.10), no es solo tarea de la mujer. Es un acto conjunto, donde el hombre también está llamado a madurar en su amor, a dar la vida conscientemente, a esperar si es necesario y a abrazar cada ciclo como una expresión de la libertad conyugal, no de su ego.
El hombre que es padre, educa con ternura
Un papá que conoce el ciclo no solo cuida a su esposa. También, cuida a sus hijas. Les enseña desde pequeñas, con su ejemplo y palabras, que su cuerpo es valioso. Les inculca que sus cambios son normales, que no tienen que ocultar su ciclo, ni tenerle miedo ni vergüenza.
El hombre que conoce el ciclo es también un educador en la ternura. Guía con amor y desde la verdad. Abraza con firmeza y escucha sin juicios.
La paternidad, vivida con esta conciencia, se convierte en un verdadero camino de santidad. No lo es porque todo sea fácil o ideal, sino porque el hombre se atreve a acompañar lo que no siempre entiende, a entregarse sin esperar, a mirar el ciclo no como algo externo, sino como parte del amor que ha elegido vivir.
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Así, el conocimiento del ciclo menstrual se vuelve una herramienta concreta de comunión y los métodos naturales —lejos de ser vistos como una carga o una restricción— se revelan como un espacio privilegiado donde el amor es más libre, más fiel, más total, más fecundo.
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La castidad es una virtud que habitualmente ha sido malentendida. A continuación, doy tres consejos que pueden ayudar a vivirla.
1) La castidad es una virtud
Como todas las virtudes, es positiva. Además, es especialmente bella, ya que habla del amor. Entonces, podemos decir que es la virtud de los que desean amarse bien. ¡Es la virtud de los amantes! Por lo tanto, no debemos asociarla a negación ni a represión, como habitualmente se piensa de ella.
Por otro lado, la castidad es una virtud para todos: solteros, casados, célibes. Es una virtud gracias a la cual se vive íntegramente la sexualidad, independientemente del estado en el que cada uno se encuentre.
En el noviazgo, por ejemplo, enseña a ser dueño de los deseos e impulsos sexuales ordenándolos hacia el amor de verdad. En estos casos, los novios han de saber el significado de lo que es la unión sexual, algo grande y sagrado que expresa la entrega de la persona. Así, en el tiempo de noviazgo, se preparan para ese encuentro al casarse.
En el matrimonio, la castidad se vive en el sentido de que se sigue entendiendo la relación conyugal como expresión de amor entre los esposos que se entregan la vida, en exclusividad y totalidad. Se vive ordenando los deseos hacia el amor, viviendo si hace falta tiempo de espera de relaciones, viviendo esa entrega en plenitud, porque la castidad en el matrimonio no quiere decir falta de intimidad sino todo lo contrario.
2) Requiere de una firme disposición de la persona por desear lograrla
No hay que sentirse obligado a vivirla por miedo. Al revés, cuando se entiende el sentido de la sexualidad, creados para amar, ese deseo de querer ser castos es atractivo.
La castidad no te hace ser menos ni te reprime. Todo lo contrario: te permite amar. Necesita, por ende, de la colaboración de uno mismo. Primero, entenderla. Segundo, ejercitarla con nuestros pensamientos y actos.
También, requiere de la Gracia de Dios. Es decir, no basta con saber en qué consiste. Es necesario luchar por ella para darnos cuenta de que sí podemos educar nuestros impulsos sexuales y ponerlos al servicio del amor.
3) Es una virtud que hemos de pedirla.
Es decir, no sólo ponernos en disposición, sino también, pedir ayuda a Dios. Este camino supone una vida de oración, de sacramentos. Solos no podemos. Nuestra naturaleza es débil y frágil. Únicamente Dios es constante, fuerte y misericordioso.
Él perdona nuestras caídas y nos levanta para seguir caminando en la verdad. La sexualidad ha sido creada por Dios. El sexo y el placer también fueron creados por Él. Pr lo que, ¿quién mejor que Dios para vivirla en plenitud?
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La castidad, entonces, no puede vivirse si no es pidiéndola, de rodillas, si no es con la gracia de Dios. Sin embargo, recuerda el ora et labora. Nada sin Dios, nada de castidad sin nuestra voluntad. ¡Animate a vivir la gran virtud de los amantes!
No es solo egoísmo o individualismo. El miedo a criar es multifactorial: tiene raíces emocionales, sociales y culturales. Muchas veces, nace en nuestra propia infancia.
1. Lo que vivimos, lo que tememos
La forma en que fuimos criados y la relación que tuvimos con nuestras figuras parentales moldea profundamente nuestro estilo de apego. También, nuestra capacidad de vincularnos y, especialmente, nuestra mirada hacia la maternidad o paternidad.
Si nuestra experiencia fue marcada por el rechazo, el abandono o la ausencia emocional, es probable que hayamos desarrollado una herida que requiere ser sanada. De lo contrario, corremos el riesgo de permanecer anclados en el miedo. Es decir, no arriesgamos a creer que la maternidad es una repetición inevitable de lo vivido.
Así, el temor a no hacer las cosas bien, o a no estar a la altura de las expectativas, puede generar una ansiedad silenciosa, pero persistente en muchas personas que, en lo profundo, sí desean ser padres.
2. El modelo interno
Los seres humanos internalizan sus primeras experiencias vinculares como modelos que luego proyectan en sus propias relaciones. Si una mujer tuvo una madre fría, ausente, crítica o emocionalmente inconsistente, es probable que haya interiorizado un modelo de maternidad negativo o disfuncional. Pueden activarse los miedos que se ven representados en las siguientes frases:
A. “No quiero repetir lo que viví.”
B. “¿Y si no sé cómo querer bien a mi hijo?”
C. “¿Y si me parezco más a mi madre de lo que creo?”
Criar puede reabrir heridas. No obstante, también es una oportunidad de transformación y sanación.
3. La maternidad: ¿carga o vínculo?
La maternidad suele presentarse, hoy en día, como un obstáculo para el desarrollo personal y profesional. Se incentiva a las mujeres a priorizar el éxito económico y la autonomía, mientras se minimiza o desvaloriza el vínculo madre-hijo, especialmente en los primeros años de vida.
Esto ha generado en muchas mujeres una visión distorsionada de la maternidad. Es decir, la ven como una pérdida de libertad, como fuente de frustración o como una etapa de aislamiento.
4. Crianza autosuficiente
Somos parte de una generación que fue empujada hacia la independencia y la autosuficiencia desde edades muy tempranas. Aprendimos que necesitar a otros era sinónimo de debilidad. También, interiorizamos que ser una carga emocional era motivo de desaprobación. Este tipo de crianza nos enseñó que los niños —por necesitar afecto, atención y presencia— son molestos. Se volvieron así una carga para los proyectos personales, profesionales o económicos.
Por eso, el individualismo no es la causa del miedo a criar, sino una consecuencia directa de haber crecido en contextos donde la dependencia afectiva fue rechazada o minimizada. Así, muchos temen no saber sostener emocionalmente a un hijo o temen ser necesitados por él, porque internamente aprendieron que necesitar (o ser necesitado) es algo incómodo.
5. Soledad materna y falta de comunidad
Muchas mujeres hoy crían en aislamiento, sin redes de contención emocional ni modelos cercanos de acompañamiento. Esta soledad intensifica los temores frente a la crianza y alimenta la sensación de incompetencia o duda.
6. La presión social y la culpa
A este criar en el aislamiento, se le puede sumar la presión constante de tener que tenerlo todo. Cuando hablamos de “tenerlo todo” nos referimos a, por ejemplo: una carrera brillante, una vida social activa, un hogar perfecto. A eso, además, se le suma ser una madre ejemplar. En este contexto, muchas mujeres sienten que, si no logran alcanzar ese ideal, están fracasando.
En lugar de recibir mensajes que valoren el rol materno como un fin en sí mismo, reciben advertencias de que perderán su identidad o su libertad si deciden priorizar la crianza. Esta narrativa refuerza el miedo. Además, vuelve a la maternidad una carga más que una elección nutrida por el deseo y el sentido.
El “tenerlo todo” es una trampa. Si no sos perfecta en todo, aparece la culpa. ¿Y si redefinimos lo que es éxito como madre o padre?
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El miedo a la maternidad o a la paternidad no es una señal de incapacidad, sino un reflejo de nuestra complejidad emocional, de heridas no resueltas, de una cultura que valora la productividad por sobre el vínculo y de una falta de apoyo real para quienes desean criar. Comprender sus raíces es el primer paso para transitarlo de forma consciente, abrir caminos de sanación, y recuperar el poder de elegir —sin miedo— si queremos ser madres o padres.
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