Una mirada afirmativa
de la sexualidad,
vista a la luz del amor.

Una mirada afirmativa de
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El concepto de amor propio está en boca de todos hoy en día. Se habla de autocuidado, límites saludables, afirmaciones positivas y de la importancia de querernos tal y como somos. Aunque estas ideas son valiosas, a menudo se quedan cortas o se distorsionan en pro de un egocentrismo cuando no están ancladas en algo más profundo y en la verdad de nuestra identidad.

Está claro que todos necesitamos que a alguien le brillen los ojos por el mero hecho de existir. También, que alguien nos recuerde que es bueno que existamos. Es ahí donde entra la riqueza de la Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II, una fuente inagotable para entender quiénes somos, cuál es nuestro valor y cómo podemos crecer en un amor propio auténtico, enraizado en Dios y en nuestra verdad de ser personas.

El punto de partida: Eres un don

El amor propio puede verse mermado en ocasiones por miradas o gestos que nos han hecho sentir que no somos suficientes, que no hemos cumplido sus expectativas. Eso puede tener relación con nuestra personalidad, actitudes, forma de ser o, también, puede ser en relación con nuestro cuerpo.

San Juan Pablo II nos recuerda que nuestro cuerpo, lejos de ser algo secundario o puramente físico, es parte integral de nuestra identidad. Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Nuestros cuerpos son la expresión visible de nuestra alma invisible.

Este hecho transforma nuestra percepción de nosotros mismos: no somos un accidente ni un simple producto de la biología. Somos un don, un regalo pensado y amado por el Creador en todo nuestro ser, una forma única de ser imagen de Dios. 

Crecer en amor propio comienza con aceptar esta verdad: yo soy un don. Lo soy no porque me lo haya ganado, no porque sea perfecto, sino porque Dios me creó porque me ama y me ama por quien soy, haga lo que haga con mi libertad.

Si vivo siendo yo es porque soy amado, primero, siendo yo. Reconocer esta verdad es un gran reto y, más, cuando esa verdad no se te ha revelado en el seno familiar. Está claro que las experiencias con los demás tienen la capacidad de revelarnos esa verdad tan grande sobre quiénes somos, pero también de alejarnos de ella.

Reconocer las mentiras sobre el amor propio

Vivimos en una cultura que nos dice que valemos por lo que hacemos, por cómo lucimos o por lo que poseemos. Incluso, a veces, podemos habernos sentido así en nuestra propia familia. Estas mentiras nos alejan de la verdad y nos encierran en una lucha constante por ser suficientes y demostrar que somos capaces.

La Teología del Cuerpo nos invita a rechazar esas narrativas tan comunes en nuestro mundo. Mi valor no depende de mis logros, mi apariencia o la aprobación de los demás. No tengo que demostrar a nadie ni a mí mismo mi valía en ningún sentido. Mi valor está enraizado en el hecho de que soy hijo o hija de Dios. Este es el fundamento sólido sobre el que puedo construir un amor propio que no fluctúe con las circunstancias.  Como lo expresó San Juan Pablo II: «nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y de nuestros errores, al contrario, somos la suma del amor del Padre por nosotros y de nuestra capacidad real de convertirnos en imagen de su Hijo». 

El amor propio para vivir en clave de don

La Teología del Cuerpo también nos enseña que estamos hechos para el don de sí. Esto no significa que debamos sacrificarnos hasta el punto de olvidarnos de nosotros mismos, sino que el verdadero amor propio nos abre al amor a los demás.

Cuando me veo como un don, también reconozco que los demás lo son. Esto implica cuidar de mí mismo no como un fin en sí mismo, sino para poder amar y entregarme mejor. Es decir: dormir bien, nutrirme, cuidar mi salud mental y emocional no son actos egoístas. Son formas de prepararme para ser una mejor hija, amiga, hermana, o lo que Dios me llame a ser. 

Mirarme con los ojos de mi Padre

San Juan Pablo II habla del significado esponsal del cuerpo. Es decir, de cómo nuestro cuerpo revela que estamos hechos para una relación de amor. Dios nos ama con un amor total, fiel, libre y fecundo. Mirarnos con los ojos de Cristo significa vernos como Él nos ve: con ternura, paciencia y misericordia. 

Esto nos ayuda a reconciliarnos con nuestras imperfecciones y heridas. No significa ignorarlas, sino llevarlas al encuentro con Dios para que Él las sane y yo las acoja. El verdadero amor propio no es una negación de nuestras limitaciones, sino una aceptación de que, incluso con ellas y por ellas, somos profundamente amados.

Cuando aprendes a mirarte con los ojos del Padre que te ha creado, reconoces tu entera dignidad y ya eres consciente del trato y respeto que mereces. No buscas mendigar afecto o amor a quien no sabe verte como el hijo amado o la hija amada de Dios que eres. Rodéate de personas que te miren como lo hace Dios y trata de ser tú, también, ese hogar donde los demás recuerdan que son infinitamente amados por quienes son.

Cómo crecer en amor propio desde la Teología del Cuerpo

1. Medita en tu identidad como hijo o hija de Dios: dedica tiempo en oración para recordar que eres amado incondicionalmente por Aquel que te creó y que más te conoce.

2. Valora tu cuerpo como templo del Espíritu Santo: aprende a cuidarlo con gratitud, no con obsesión ni descuido. Es un regalo que refleja la bondad de Dios. Es tu forma visible de ser persona y por donde manifestar tu amor. 

3. Practica el don de ti mismo: el amor propio no significa encerrarte en ti mismo, sino abrirte al amor en tus relaciones. Aprende a amar a los demás desde tu plenitud, no desde la carencia. 

4. Sé paciente contigo mismo: crecer en amor propio es un camino, no un evento. Permite que Dios te acompañe en este proceso de encontrarte a ti por Él y trabajar desde Su mirada hacia ti. 

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Un amor que sana y libera

La Teología del Cuerpo nos enseña que el amor propio auténtico no se queda en la superficie ni tampoco es un sano egoísmo. Es una invitación a vernos con los ojos de Dios, a cuidar de nosotros mismos con amor y gratitud, y a vivir nuestra vida como un don para los demás. 

En un mundo que busca desesperadamente razones para sentirse valioso, esta verdad lo cambia todo: ya somos amados. Ese es el punto de partida para crecer en un amor propio que no esclaviza, sino que sana, libera y reconoce su vida como un don y una tarea. 

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Es triste y, a la vez, cierto. No es raro que escuchemos que la pareja de alguien se fue con otra persona cercana (amigo o incluso pariente). Podemos hasta haberlo vivido como protagonistas.

Sin embargo, hay una narrativa recurrente a este respecto que acusa a dicho tercero de “robarse” (o “quitarle”) la pareja. Aquí nos preguntamos: ¿realmente una persona puede ser “robada”? Por ello exploraremos si esta afirmación tiene fundamento o si revela algo más profundo sobre nuestras relaciones y nuestra percepción de ellas. ¡Veamos!

La pareja como posesión

Una de las ideas clave que debemos tener en cuenta es el respeto a la autonomía y la libertad individual. Todo ser humano es libre de elegir su camino de vida y —con él— el sentido y valor de sus relaciones.

Esto nos lleva a una premisa sencilla, pero esencial: las personas no son objetos que puedan ser poseídas ni, por tanto, robadas. Desde esta perspectiva, considerar que nos robaron la pareja refleja que en el fondo la veíamos como algo que nos pertenecía.

Aquella no solo es una visión distorsionada, sino que puede ser un obstáculo para construir una relación saludable en el futuro. Cada persona es libre de decidir a quién elige amar o con quién desea compartir su existencia.

Por eso, también, la tan usada estrategia de dar celos para empujar al otro a volver a nuestro lado es otra manifestación de esta misma visión equivocada. Todos somos seres únicos y dignos, creados para el amor y la comunión con los demás. Si tu pareja elige irse con otra persona, esa decisión fue tomada en uso de su libre albedrío, por más dolorosa que sea para ti, y asumirlo te ayudará a superarlo.

Enemigos externos o internos

Culpar a una tercera persona por la ruptura de una relación es un mecanismo natural para evitar el dolor, pero no nos permite curar. Por eso, más útil que buscar enemigos externos es mirar hacia adentro y reflexionar sobre qué pudo estar fallando en la relación.

Debes buscar explorar tus propias emociones y la dinámica de pareja. ¿Había señales de que la otra persona no estaba plenamente satisfecha y por ello comprometida? ¿Existían carencias emocionales, problemas de comunicación o conflictos no resueltos?

Las relaciones son complejas y es frecuente que estas fracturas comienzan mucho antes de la aparición de un tercero. Es más, si no hubiera sido esa persona en ese momento, podía ser otra más temprano que tarde. El amor es un acto de donación y reciprocidad. Hay que cultivarlo y evitar caer en la rutina o en la comodidad.

Así, no hay que olvidar que una relación requiere esfuerzo por parte de ambos. Por ello, también, debe abrirse al perdón, visto no como una aceptación pasiva, sino como un acto activo de liberación personal, que permite soltar el rencor y lanzarse al futuro.

La conducta de la tercera persona

Es común escuchar relatos de quienes ven a la tercera persona como alguien que buscaba triunfar al conquistar a quien está ya en otra relación romántica. Se les imponen epítetos de todo calibre. No están tan equivocados. Pues, en realidad, hay individuos que coleccionan estos trofeos de caza.

En verdad, esto podría hablar más de las inseguridades y vacíos emocionales de ese tercero que de un acto premeditado. Sentir que seducir a quien ya tiene pareja es un logro refleja una necesidad de validación externa y un intento de llenar un vacío emocional.

Tu dignidad y tu valor como persona no dependen de con quién estás. Si buscas arrebatar a otra pareja, en consecuencia, no estarás viviendo un amor auténtico, sino una relación construida sobre la carencia.

La oportunidad de crecer

Sabemos que enfrentar una ruptura es doloroso. Es importante cuidar tu bienestar emocional durante estos momentos y evitar caer en la trampa de buscar culpables.

Tenemos que recibir estas situaciones como una oportunidad para el crecimiento personal, de manera que la herida de hoy nos haga más fuertes en vistas a tener relaciones más sólidas y saludables.

Perdonar, aceptar y aprender son actos transformadores. Como seres humanos, tenemos la capacidad de integrar estas experiencias y cuestionarnos las creencias sobre el amor y las relaciones.

El dolor puede ser un camino hacia una comprensión más profunda de tu propósito y tu capacidad de entrega con sacrificio y generosidad, entendiendo la diferencia entre amar y usar.

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La idea de robarse a una pareja se diluye al entender que el amor es una decisión libre y que los lazos se construyen sobre la autenticidad, no la posesión. Si tu relación enfrenta estas dificultades, es fundamental mirar hacia adentro, comprender tus propias emociones y las de tu pareja (o tu ex) y reflexionar sobre el vínculo entre ambos.

Necesitamos aprender herramientas para transformar estas experiencias en aprendizaje y en una salida hacia un amor más pleno y consciente. Si te encuentras atravesando una ruptura o un momento de incertidumbre en tu relación, recuerda que debes encontrar apoyo, comprensión y una guía compasiva para estas transiciones. Al final, el amor verdadero comienza con la libertad de ser y dejar ser.

Cuando terminamos una relación, el corazón duele de verdad. Ese dolor, aunque es real, a veces nos confunde, nos engaña. Nos hace creer que se acabaron nuestras ilusiones, que perdimos algo para siempre, que nunca vamos a encontrar el amor, o que no somos suficientes.

Sin embargo, ese dolor, por más fuerte que sea, no define la verdad.
La verdad es que Dios no te abandona. No hay mejor consuelo que refugiarse en Él y en su amor. Dios nunca te va a romper el corazón. Él sabe lo que necesitas, cuándo y cómo.

La voluntad de Dios es perfecta

“Todo sucede para el bien de los que aman a Dios”: confía en que lo que viene será mejor, aunque hoy no lo veas.

Que Dios sea el amor de tu vida

Nadie puede llenar tu corazón como Él. Ni el mejor novio, ni el matrimonio más perfecto. Tu relación más importante es con Dios. No pierdas eso de vista. Solo así podrás ser feliz incluso en las dificultades de la vida.

No vivas esperando a que llegue esa persona. Vive preparándote para cuando llegue. Si no llega, que tu vida siga siendo plena y feliz, porque solo Dios basta.

Trabaja en ti

Estar soltero es el mejor momento para cultivar tus virtudes, poner a trabajar tus talentos y convertirte en tu mejor versión. Llénate de cosas que te construyan: estudia, aprende nuevas habilidades, haz un servicio, cuida tu cuerpo, tu mente y tu espíritu. Busca algo que te apasione y hazlo con entrega.

No se trata de mejorar para gustarle a alguien, sino de ser la persona que Dios te llama a ser: una persona plena y con propósito. Sé alguien con quien valga la pena compartir la vida.

Si el matrimonio es tu vocación, llegará a su tiempo. Si no lo es, Dios te mostrará el camino.
Aprovecha tu tiempo para dejarte transformar por su amor y ser feliz con lo que tienes hoy.
Mira a tu alrededor: siempre hay más cosas por las que estar agradecido.

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Recuerda: el amor no se acaba con una persona. No estás solo: estás en manos de un Padre amoroso que te consuela, te guía, te ama y tiene lo mejor reservado para ti.

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