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Tres elementos para revolucionar tu forma de amar

“¡Tú no sabes amar!”: ese fue un comentario fuerte que, una vez, escuché en medio de una consulta psicológica. Me dejó mucho para reflexionar en estos años. ¿Cómo es posible decirle a un adulto, que se supone ha madurado y crecido, que no sabe amar?

Siempre, cuando se trata de amar a alguien, pensamos en darle lo mejor de nosotros. Cuando se nos pregunta qué tan felices queremos ser, nadie jamás responderá “un poco”. “Lo máximo que pueda serlo” sería una respuesta adecuada. Los seres humanos no sabemos vivir sin amor. Olvidarnos del amor es desconectarnos de una esencia fundamental de nuestra existencia. A continuación, quiero darte tres elementos que revolucionarán tu camino de amor.


1) Conoce tu afectividad


Un elemento fundamental en el que muchas veces no nos detenemos es en conocer nuestra afectividad. La afectividad es la capacidad de resonar interiormente con lo que acontece en mi exterior. Un ejemplo claro es lo que siento cuando voy a un lugar en la naturaleza. Otros pueden ser mi relación con una persona o mi relación con Dios. Son realidades que impactan en mi interior, pero en cada quien adquiere una expresión diferente.

Hay quienes se sienten amados en la contemplación y aman el silencio. Están, también, los que se sienten amados en el servicio. Además, los que lo hacen con los detalles o las caricias, etc. Algunos necesitan más tiempo que otros para abrir su corazón. Cuando podemos conocer nuestra afectividad, el modo en el que la expreso, como se ha vivido en nuestra familia y en el entorno en el cual crecimos, será más fácil hacer conciencia de qué cosas nos conectan con los demás, cuáles no, y también, cuáles son las heridas que pueden estar limitando nuestra expresión del amor.

La persona que opta por conocerse, por tomar conciencia de su historia, de sus heridas y virtudes, de sus anhelos y sueños, de sus temores y anhelos, es una persona que se hará dueña de sí misma. Cuando no he madurado personalmente, a menudo, esto puede derivar en que tenga muchos conflictos en mis relaciones afectivas. Pues, finalmente, ignoro la manera como amo y me siento amado.


2) Toma conciencia de ti: Eres un Don para los demás


Mucho se habla hoy día del amor propio, del autocuidado. Si bien esto es verdad y necesario, muchas veces, podremos tender a quedarnos ensimismados, creyendo que el amor de otros no me va a satisfacer como el mío propio. Así, se distorsiona la vivencia de la afectividad. Es verdad que hay que tener un sano amor hacia nosotros mismos. No obstante, la finalidad de la persona no es quedarse ensimismada, sino salir al encuentro de los demás y vivir la comunión en el amor.


Por eso, para aprender a amar debo mirarme a mi primero. Debo hacerlo, siempre, con la finalidad de llegar al encuentro del otro. El camino de la realización más pleno de mis anhelos es y será el camino de la entrega de mí mismo a los demás.

¿Cómo te has sentido cuando has hecho un favor que sabes ha hecho bien a otro? ¿Cómo te sientes cuando das un regalo a alguien que amas mucho? Trae cierta experiencia de gozo y paz cuando logro darme a los demás. En definitiva, es una expresión del reconocimiento del amor que guardo hacia el otro y del infinito valor y dignidad que tiene esa persona.

Muchas veces (más de las que pensamos) nuestras heridas nos hacen creer que no somos valiosos, hijos amados, hermosos, necesarios. Eso hace que nuestra sed de donarnos a los demás se apague. Podríamos pensar equivocadamente: “¿para qué darme a los demás si no represento nada para los otros?”. Conjeturamos, así, un error y una distorsión fruto de nuestras heridas.

Por eso, para verme a mí mismo como don y regalo para los demás, debo necesariamente pedir a Dios que me ayude a sanar mis heridas de identidad, que no me deja verme como soy.


3) Sana tus heridas


El hablar del amor humano en el plan de Dios, el meditar las reflexiones que muchos santos han realizado sobre el amor, el amor de Dios, de los esposos, nos llena de esperanza. Suena como algo muy bonito. Sin embargo… ¡cuántas personas viven creyendo: “eso es muy lindo, pero no es para mí!, ¡mira cuántos fracasos he tenido!”. Nuestras heridas poco a poco van cambiando la imagen que tenemos de nosotros mismos. Terminamos viviendo llenos de mentiras y de distorsiones que solamente hacen que no lo podamos vivir aquello que somos y estamos llamados a ser.


Cuando no sanamos nuestras heridas, terminamos, tarde o temprano, terminamos pidiéndole a otros que asuman el peso de nuestro dolor. Parte del recorrido que todos estamos llamados a hacer como cristianos es reparar lo que otros (familia, parejas) han dañado en nosotros fruto de diversas vivencias y experiencias que nos han fracturado por dentro.

Muchas veces sentimos que Dios no nos da lo que le pedimos o aquello que necesitamos. La verdad es otra: Dios siempre es Padre Providente: “Nadie le da a su hijo una piedra, si le pide pan. Ni le da una serpiente si le pide pescado… Su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a quienes se las pidan” ( Mt. 7, 9-11).

Si Dios es Padre (Mt 6,9), Padre Bueno (Heb 11,6), Padre Fiel ( Salmo 18,25), ¿por qué tengo esta experiencia de ruptura en mis relaciones a menudo? Dios también espera que nos acerquemos a su Amor y recibamos, con confianza y apertura, su Gracia y su Amor en nuestras vidas.


***

En conclusión, si queremos en realidad tener una experiencia de amor, como Dios lo ha querido, es necesario aprender a conocernos a profundidad. Para ello, es preciso descubrir en el fondo de nuestro corazón la raíz de nuestras heridas. ¡Deja que Dios te sane por dentro, acercándote con confianza y abandono a su Amor, que todo lo hace nuevo!

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