El debate sobre la legalización de la prostitución emerge cada tanto, aunque siempre está latente. Esto debido a intereses que se mantienen en tensión aun cuando la propuesta no aflora en los medios ni está en boca de la opinión pública. No es mi intención con este post analizar las motivaciones de quienes la promueven, ni adentrarme en el dramático mundo de quienes la practican. Tampoco me interesa plantear la viabilidad jurídica de una legalización o de una despenalización, como tampoco sus consecuencias. Me interesa, sí, analizar el hecho mismo de cara a la dignidad de la persona, en orden a determinar si puede ser considerado un trabajo como cualquier otro. Esto sobre la base de la intuición de que quienes la ejercen resultan siendo siempre las mayores víctimas.
Dignidad y trabajo
A la humanidad le tomó tiempo adoptar una postura definitiva ante la esclavitud, pero finalmente lo logró. Esto no quiere decir que no pueda hallarse algún escenario en el que todavía se practique —acaso de manera encubierta—, sino que hoy no es posible justificarla por medio alguno. En efecto, no hay la posibilidad de que con el tiempo surja un argumento mejor que le devuelva su vigencia, o que la sociedad, en un proceso evolutivo, pueda adoptarla nuevamente. La abolición de la esclavitud marca un punto de no retorno en la consciencia de la humanidad. La esclavitud está mal y no puede ser de otro modo.
Por su parte, no cualquier actividad humana puede ser considerada trabajo, sino sólo aquella que contribuya a dignificar al ser humano; es decir, a enriquecerlo en cuanto persona. Es precisamente esto lo que está detrás de la lucha por los derechos laborales del siglo XIX hasta nuestros días. En efecto, los trabajadores no son objetos o máquinas, sino personas, y deben ser tratados como tales. Un esclavo, en cambio, es visto como una cosa, una posesión, y no como una persona. De ahí que el trabajo es incompatible con la esclavitud, pero también con toda actividad humana que le niegue al «trabajador» su condición de persona.
¿Trabajador sexual?
Un médico pone sus conocimientos al servicio de sus pacientes. Un bailarín pone su talento y su cuerpo al servicio de sus espectadores. Un trabajador sexual también pone su cuerpo al servicio de sus clientes. ¿Hay acaso alguna diferencia? Sí, la hay, y es enorme. En efecto, la actividad misma de la medicina no lleva al paciente a considerar a su médico como un objeto. La actividad misma del baile no lleva al espectador a considerar al bailarín como una cosa. Que un paciente se crea dueño de su médico o un director de sus bailarines es por un defecto en la relación, y no por la actividad misma. Ello no ocurre con la prostitución.
La actividad misma de la prostitución supone la despersonifiación del otro. En efecto, alguien que se dedica a la prostitución no es buscado en cuanto persona, sino en cuanto potencial objeto de placer. No interesa si tiene sueños, si trabaja o estudia, si tiene hermanos o hijos que cuidar, si tiene deudas, si tiene miedos, si le gusta lo que hace, cómo llegó, o de dónde viene. Interesa su cuerpo, el precio y lo que quiera el cliente.
Quien se dedica a la prostitución debe quebrarse interiormente. Debe romper esa indisociable unidad que hay entre cuerpo y persona, y ponerle a su cuerpo un precio que siempre será infinitamente menor al valor de su persona. Debe fingir que ama —y, por lo tanto, «acepta»—a quien puede causarle desagrado, y ser momentáneamente la posesión de ese alguien a quien no se ha entregado. Debe, pues, dejar de ser persona, y ser sólo un cuerpo. Al menos hasta que se acabe el tiempo y pase el siguiente. Vista así, no hay dignidad en esta práctica, sino daño para quien la practica.