Cuando nos miramos en el espejo y la imagen que éste nos devuelve no nos agrada del todo,
puede deberse a una de dos razones. O bien el espejo tiene algún problema o nuestra
percepción de la realidad tiene algún inconveniente. Suponiendo que el espejo está en
perfectas condiciones, es muy probable que no podamos vernos a nosotros mismos como
verdaderamente somos. Ya lo dijo Jesús: “miran y no ven” (Mt. 13, 13). Tratemos, entonces,
de sanar nuestra mirada.
En un mundo que constantemente nos bombardea con imágenes de belleza idealizada, puede
ser difícil amar lo que vemos en el espejo. Es decir, el problema no está tanto en el cuerpo,
sino en falsas concepciones de belleza. Esto no quiere decir que no sea bueno cuidarse a uno
mismo. Por el contrario, es bueno el auto cuidado. No obstante, éste debe surgir de
comprender quiénes somos en verdad y no de lo que un mundo en constante conflicto
consigo mismo quiere vendernos.
Entonces, ¿quién soy? La poiema de Dios
El apóstol Pablo (Efesios 2: 10) nos revela una verdad profundamente conmovedora: somos
la obra maestra de Dios. Para comprender plenamente el significado de esta declaración, es
esencial explorar el contexto y la riqueza del término utilizado en el texto original griego.
La palabra griega que se traduce como «obra maestra» en este pasaje es poiema. Esta palabra
tiene raíces profundas en el arte y la creatividad. Deriva del verbo poieo, que significa «crear»
o «hacer». Desde su origen, poiema evoca la idea de algo creado con cuidado y habilidad,
algo que refleja la destreza y la belleza de su creador.
Cuando Pablo nos dice que somos la poiema de Dios, nos está invitando a ver nuestra
existencia como una expresión artística divina. Somos más que simples criaturas. Somos el
poema de Dios, su lírica, su música, su obra de arte. En cada aspecto de nuestra vida, Dios ha
tejido cuidadosamente hilos de amor, gracia y propósito para formar un tapiz único y
hermoso.
Somos una composición de Dios
Al igual que un poema o una pieza de música, cada uno de nosotros tiene su propio ritmo, su
propia melodía. Nuestra vida es una sinfonía de experiencias, emociones, desafíos y triunfos,
todas entrelazadas en la obra maestra que Dios está componiendo en y a través de nosotros.
Como el poema de Dios, estamos destinados a ser leídos, escuchados y contemplados.
Nuestra vida es un testimonio del amor y la creatividad de nuestro Creador. Cada palabra,
cada nota, cada pincelada en el lienzo de nuestra existencia revela algo nuevo sobre la
naturaleza de Dios y Su relación con nosotros.
Al abrazar nuestra identidad como el poema de Dios, podemos encontrar significado y
propósito en cada aspecto de nuestra vida. Cada experiencia, por difícil que sea, forma parte
de la narrativa más amplia que Dios está escribiendo en nuestras vidas. Al confiar en el artista
divino que nos creó, podemos vivir con confianza y esperanza, sabiendo que nuestras vidas
están en Sus manos hábiles y amorosas.
¿Por qué no me veo a mí mismo así?
Para amar lo que vemos en el espejo, es necesario comprender que nuestro cuerpo no es
simplemente un objeto físico, sino un templo sagrado que refleja la belleza infinita de Dios.
En Génesis 1: 27, se nos dice que fuimos creados a imagen de Dios. Ello significa que cada
parte de nuestro ser, incluido nuestro cuerpo, tiene un valor intrínseco y una belleza única.
El demonio, sin embargo, busca distorsionar esta verdad, sembrando dudas sobre nuestra
valía y belleza. Nos susurra mentiras como «no eres lo suficientemente delgado/a», «no eres
lo suficientemente alto/a», o «no eres lo suficientemente atractivo/a». Debemos recordar que
estas son mentiras diseñadas para alejarnos de la verdad de quiénes somos en Dios.
¿Qué puedo hacer para desterrar esas mentiras?
Nuestra fe nos enseña a ver nuestro cuerpo no como un impedimento para alcanzar la
santidad, sino como un medio para expresar y experimentar el amor de Dios. Cada aspecto de
nuestro cuerpo, desde nuestras manos hasta nuestros ojos, tiene un propósito divino en el plan
de Dios para nuestra vida.
Para amar lo que vemos en el espejo, debemos comenzar por practicar la gratitud. En lugar de
centrarnos en nuestras imperfecciones percibidas, debemos enfocarnos en las bendiciones que
nuestro cuerpo nos brinda. Agradezcamos por la capacidad de ver, de sentir, de abrazar a un
ser querido. Reconozcamos la belleza de nuestra sonrisa, la fuerza de nuestros músculos, la
delicadeza de nuestros movimientos.
Finalmente, recordemos que nuestra verdadera identidad y valía no se basan en nuestra
apariencia física, sino en el amor incondicional que Dios tiene por nosotros. Somos amados
más allá de nuestras imperfecciones, más allá de cualquier estándar de belleza terrenal. Al
mirarnos en el espejo, veamos no solo nuestras características físicas, sino también la imagen
de Dios reflejada en nosotros.
Somos testimonio de la divinidad invisible
Nuestro cuerpo visible es un testimonio de la realidad invisible de quién es Dios. Cada curva,
cada línea, cada detalle fue diseñado por el Creador para reflejar Su amor y Su belleza.
Nuestro cuerpo es una obra maestra divina, una manifestación tangible del amor infinito de
Dios por nosotros.
Aún si creemos que nuestro cuerpo tiene alguna deficiencia objetiva, presentemos esos
temores y enojos a Dios en la oración. Recuerda que el mismo Dios que usó a la muerte para
traernos vida, es capaz de transformar cualquier límite otorgándole nuevos sentidos.
***
Sólo, a la luz de nuestra verdadera identidad en Dios, podemos desterrar las mentiras del
demonio y abrazar la dignidad de haber sido creados a imagen y semejanza de quien es la
belleza infinita. Somos el poema de Dios. Somos su imagen en la tierra. Somos su
composición. Veamos Su Creación en nuestro reflejo.