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Sanar la Afectividad


La afectividad es el conjunto de emociones, sentimientos y expresiones que forman parte integral de la experiencia humana del amor. Es a través de la misma que las personas se conectan con los demás, construyen vínculos y dan sentido al amor en sus vidas. Sin embargo, muchas veces las heridas emocionales, la cultura del individualismo y las experiencias del pasado pueden afectar nuestra capacidad para amar plenamente.


Reconocer las heridas


Muchas personas arrastran heridas afectivas profundas que afectan su capacidad para amar o ser amados plenamente. Tratar esas heridas es fundamental para desarrollar relaciones sanas. En primer lugar, el cristianismo nos llama a reconocerlas, pero también a confiar en que, a través de la gracia divina y el acompañamiento adecuado (terapia, dirección espiritual, etc.), podemos restaurar nuestras capacidades afectivas.


Nuestro valor: somos hijos amados de Dios


La sanación comienza con la comprensión de nuestra dignidad intrínseca como hijos de Dios. En un mundo que a menudo mide el valor de una persona por su apariencia, sus logros o su utilidad, Dios nos recuerda que nuestra dignidad no proviene de lo que hacemos, sino de lo que somos: criaturas amadas por Él, hechas a su imagen y semejanza. Este reconocimiento es el primer paso para sanar las heridas afectivas, ya que muchas de ellas surgen cuando nuestra dignidad ha sido pisoteada, ignorada o reducida a otros ámbitos.


Por ejemplo, una persona que ha sufrido una relación de abuso o manipulación puede haber internalizado la idea de que no vale lo suficiente como para ser amada de manera auténtica. Entender y aún más encarnar el amor de Dios y, por tanto, conocer su verdadera identidad rápidamente puede destruir la mentira de “no valgo nada” por una verdad mucho más grande “valgo mucho, valgo un Dios crucificado”.


El poder sanador del perdón


También, uno de los pasos más difíciles, pero esencial en el proceso de sanación de las heridas afectivas, es el perdón. Esto no significa excusar el mal que hemos sufrido o minimizar el dolor, sino liberarnos del poder destructivo que la falta de perdón tiene sobre nuestra vida. Es quitarle todo poder al dolor, la rabia, tristeza e impotencia y remplazarlos por la paz, el amor y la gracia de Dios.


El auxilio de los sacramentos


Por último, y no menos importante, la sanación afectiva no es solo un proceso humano; es también un proceso espiritual en el que la gracia de Dios juega un papel fundamental. En particular, los sacramentos, especialmente el sacramento de la Reconciliación (o también conocido como la confesión) y la Eucaristía, son medios poderosos para la sanación interior.


El sacramento de la Reconciliación nos permite experimentar la misericordia de Dios de manera tangible. A través de la confesión, no solo somos perdonados por nuestros pecados, sino que también recibimos la gracia de Dios para sanar las heridas que estos pecados han dejado en nuestra alma y, a menudo, en nuestra afectividad. Nos permite vivir el amor y la misericordia de un Dios que no solo justifica nuestras faltas, sino que también esta dispuesto a sanar lo que Él no rompió.


La Eucaristía, por otro lado, es una fuente de sanación enorme pues nos une a Cristo de manera íntima. Al recibir el Cuerpo de Cristo, entramos en comunión con el mismo amor sanador de Dios. Esta comunión nos ayuda a redescubrir el significado de nuestro propio cuerpo y nos fortalece para vivir el amor de manera plena.


Finalmente, y como conclusión, uno de los frutos más hermosos de la sanación afectiva es la capacidad de amar con libertad. Las heridas no sanadas nos hacen vivir el amor con miedo, desconfianza o apego desordenado. Sin embargo, cuando nuestras heridas afectivas son sanadas, podemos aprender a amar de manera plena y libre.


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El amor libre no está condicionado por las inseguridades o los traumas del pasado. Es un amor que da sin esperar nada a cambio y que respeta la dignidad del otro. Sanar las heridas afectivas desde una visión integral implica trabajar en todas las dimensiones de la persona: cuerpo, mente y espíritu. Al restaurar nuestra capacidad para amar con libertad y autenticidad, podemos construir relaciones afectivas más sanas y vivir el amor como el don profundo que Dios nos ha llamado a experimentar.

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