¿Puede haber realmente un amor de pareja que sea desinteresado? ¿Un amor en el que uno se olvide completamente de sí mismo y viva única y exclusivamente buscando el bien de la otra persona? Partiendo de la premisa de que en todo lo que uno hace busca la felicidad, se podría decir que, en el fondo, ningún acto puede ser desinteresado. En efecto, si uno está dispuesto a olvidarse de sí mismo para buscar el bien de la persona amada, finalmente, esto lo hace feliz. Ahora bien, una comprensión profunda de las implicancias de un amor que consiste en compartir la vida con el otro puede aportar una solución desde una perspectiva diferente.
Compartir la vida
Amar implica buscar el bien de la otra persona. Y una de las formas que puede adoptar este amor es la amistad. Ahora bien, la amistad requiere no solo que haya amor, sino que ese amor sea recíproco. Es decir, la amistad surge cuando la búsqueda de lo mejor para el otro se da en ambas direcciones. Este amor recíproco es posible gracias a que hay algo que ambas personas comparten, y mientras más profundamente arraigado en ellas sea eso compartido, más profunda será la amistad. Una amistad que se funda en el hecho de compartir noches de fiesta es una amistad frágil. En cambio, una amistad que se funda en el hecho de compartir la misma familia, los mismos ideales, o los mismos valores, es una amistad mucho más fuerte.
Una de las formas más profundas de amistad es la que surge del amor de pareja. En efecto, en ella, la búsqueda recíproca del bien de la otra persona se funda en que aquello que se comparte es la propia vida. En el amor de pareja, la búsqueda del bien de la otra persona adquiere la forma de una donación: “Busco tanto tu bien que te entrego lo mejor que tengo: te entrego mi persona, a la vez que recibo el don que me haces de ti.” Evidentemente, esto es algo que se va dando de modo progresivo, pero el amor requiere que cada uno poco a poco vaya poniendo en juego toda su vida. Y así, a medida que el amor crece, la vida de cada uno empieza a ser compartida por los dos, y las dos historias empiezan a ser una. El pasado de cada uno se lee como una preparación para el encuentro; el presente, como una donación y aceptación generosa del otro —con lo bueno y lo malo—; y el futuro, como el escenario en el que cada uno se compromete a renovar esa entrega y aceptación —esa elección— todos los días.
Busco mi bien buscando el tuyo
A medida que el amor crece, esos que son dos —y que comparten la vida— empiezan a ser uno. Y en este contexto, la búsqueda del bien del otro adquiere una hondura diferente. En efecto, ya no se trata de buscar el bien de la otra persona como si ello fuera algo distinto del propio bien. En la medida que esos dos que comparten la vida son uno, el bien de cualquiera de ellos es siempre el bien de los dos, y la felicidad de uno es siempre de los dos.
Un amor en el que realmente los dos llegan a vivir como uno hace que desaparezca todo cálculo y toda medida a la hora de entregarse. Lo que se da, no genera ningún tipo de obligación de devolver. No se quiere decir con esto que, llegado a este punto, está bien si sólo uno pone todo de sí, pues en este caso la entrega dejaría de ser recíproca. Lo que se quiere decir es que cada uno empieza a ver el bien propio como inseparable del bien del otro, de modo que un bien para cualquiera de ellos se vive siempre como un bien para los dos.