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Día: marzo 30, 2022

La sexualidad como arma

Recuerdo que, al final de mi adolescencia, leí un libro que cambió mi perspectiva sobre muchos aspectos de las relaciones de pareja. Recuerdo también el día en que ese título entró en mi plan de lectura: estaba conversando sobre literatura y música con un amigo, sentados en el piso de su sala de estar, entre volúmenes que contenían letras y pentagramas de diversos autores de todas las épocas. Uno de estos atrajo mi vista. Era la cubierta en rojo y negro de un libro de Esther Vilar que había sido muy famoso en la década anterior (los años 70 del siglo pasado), tanto que mis papás también tenían un ejemplar en su biblioteca. Cuando lo tomé, mi amigo dijo: “¿El varón domado? Tienes que leer ese libro, te va a dejar pensando”. Y así fue.

 

No menciono este título para entrar en aquella polémica que ya lleva medio siglo entre el feminismo ortodoxo y el de Vilar (que ella llama “feminismo femenino”). Quiero tratar sobre una idea que encontré en aquella lectura: la mujer ha utilizado su sexualidad para amaestrar al hombre, y obtener así seguridad y comodidad. Y creo que conviene ampliar esta noción, porque esta instrumentalización del sexo por parte de la mujer tiene su contraparte en el hombre, cuando, con bases similares, este lo usa como herramienta de sumisión hacia la mujer.

 

Roles que ayudan a la supervivencia

 

Pero veamos si esto, lejos de ser una teoría loca de la sicóloga, socióloga y escritora germano-argentina Vilar, tiene sustento. Lo primero es recordar que en las distintas especies animales tanto la hembra como el macho cumplen roles definidos según mecanismos adaptativos, y lo más común es que la hembra proteja a las crías, mientras que el macho procrea y se va. En especies con sistemas sociales, estos roles dependen además de jerarquías; en la mayoría de ellas, los individuos dominantes son machos. Sin embargo, estas no son reglas fijas que se cumplan en todas las especies: dichas interacciones entre los sexos dependen totalmente de lo que más conviene a la supervivencia de cada especie en particular.

 

En concreto, el homo sapiens sapiens ha cambiado muy poco en decenas de miles de años. Por ser un ente carencial, sin armas naturales (colmillos, garras, etcétera) para defenderse de un entorno hostil, tuvo que depender no solo de su inteligencia y capacidad de utilizar herramientas, sino sobre todo de una sólida estructura social. En ella, es fundamental el rol de la hembra como educadora y protectora de las crías y administradora de los recursos, y el del macho como procreador, proveedor y protector. Es decir que, en lugar de ver estos roles como imposiciones conscientes de las civilizaciones, podemos considerar que fueron estructuras que se sostuvieron en el tiempo pues han permitido nuestra supervivencia como especie.

 

La búsqueda de estabilidad y la búsqueda de provecho

 

De todas formas, debemos mantener en mente que el ser humano no es una especie animal más, sino un ente racional de esencia espiritual. Es decir que no todas sus acciones dependen de una motivación instintiva que responda a una necesidad de supervivencia y perpetuación de la especie. Aun así, es claro que en algunos casos sigue actuando esa hembra homínida que buscaba atraer al macho para que le dé hijos, con el fin de obtener la estabilidad y comodidad que necesitaba para poder dedicarse a cuidar a sus crías.

 

Ello se traduce hoy en una mujer que usa sus atractivos sexuales para procurarse seguridad económica y la comodidad de no necesitar salir a buscarse el sustento. Recordemos, por cierto, que la palabra “economía” significa “administración de la casa”. Del mismo modo, inmediatamente se puede pensar en un hombre que, teniendo presentes —aun cuando sea inconscientemente— esas intenciones, abusa de ese poder protector para hacerse de los favores sexuales de la mujer. Aunque ella no se sienta del todo cómoda.

 

Sexualidad: ya no es entrega, sino armamento

 

Es verdad que cada vez resulta menos frecuente esta utilización de la sexualidad como arma para tirar abajo la barrera que supone el cuidar nuestra integridad en cuanto personas, a través de la entrega libre y responsable del propio cuerpo a otro que hace lo mismo con el suyo. Sin embargo, no sé si somos tan conscientes como deberíamos respecto de qué está detrás de esa instrumentalización de ese don hermoso que es la sexualidad dentro de la pareja.

 

Así, es posible que, por buscar que no nos controle el sexo opuesto, terminemos siendo nosotros quienes buscan controlar, quienes usan ese mismo armamento. Entonces, la mujer pasa a ser la que compra placer, a través de regalos o experiencias emocionantes, cuyo objeto es el de que ella no se sienta sola o poco atractiva. Y, por su parte, el hombre pasa a emplear su cuerpo como mercancía para salir de una situación inestable.

 

La solución es el amor

 

¿Cómo evitar que la sexualidad sea utilizada como herramienta o armamento? La respuesta es simple en teoría, pero no tanto en la práctica. Simple, porque nuestra sexualidad es un regalo que le damos a nuestro esposo o esposa, por amor. Compleja, porque no siempre podemos actuar de manera racional y ser capaces de impedir que nuestros impulsos más primarios tomen el control. Y, como se vio, cuando hablo de “primarios” no me refiero únicamente al instinto de conservación, sino a esos roles utilitarios que están en la base de nuestro comportamiento como especie. Aun así, cuando el amor —que consiste en el deseo del bien del otro— es el timonel de nuestras acciones, es mucho más fácil conducirnos a buen puerto. Juntos.

 

El amor no puede estar privado del sexo en la relación conyugal, porque es una relación que precisa un equilibrio entre lo físico, lo psicoafectivo y lo espiritual. El esposo busca su espacio de intimidad con su esposa, y ello les permite unirse más sólidamente y mirar juntos —no solo como pareja, sino como familia— hacia el futuro. Hacia un futuro que está tensionado en pos del infinito. Y la esposa también busca ese encuentro.

 

Pero, cuando uso el cuerpo como moneda de cambio o como arma arrojadiza, ese egocentrismo termina minando la relación. En estos términos, el vínculo no tarda en romperse, con consecuencias muchas veces devastadoras para los involucrados.

 

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Amar significa darse. Y darse significa hacerlo por completo, sin cálculos ni avaricias. El amor dentro del matrimonio nos permite sentir que ese compromiso se ve sustentado en respeto, diálogo y un proyecto de vida compartido. Es posible, porque lo he visto en otros, y porque lo vivo en mi matrimonio.

 

Ya no compramos el cuerpo del otro a cambio de placer, pues ya no nos aferramos a las falsas seguridades económicas que parecen darnos el consumo y el confort. Estamos conscientes de que solo podemos hallar la seguridad real en la confianza entre dos personas que proyectan una existencia, juntos, hacia la eternidad. Con amor, por amor.

 

Si te interesa conocer más sobre estos temas, puedes buscarme en Instagram: @pedrofreile.sicologo