La paternidad responsable suele reducirse a un pensamiento materialista que gira en torno al número de hijos que es “correcto” tener. Se llega a pensar, incluso, que cuantos menos hijos tiene un matrimonio más responsable es. Pensamiento que prevalece hoy en día en el común de las personas, incluso dentro de ámbitos religiosos. Esta postura descarta una rica espiritualidad que surge de este concepto. [1] Frente a una sociedad bombardeada por campañas y políticas antinatalistas y ante el gran desconocimiento que hay sobre la enseñanza de la Iglesia en este tema, es conveniente refrescar algunas ideas que pueden aclarar muchas dudas. Siempre es bueno recordar que cuando la Iglesia nos aconseja sobre algún tema lo hace con la autoridad que el mismo Jesús le confirió y con el objetivo de guiarnos en las mismas enseñanzas de Cristo, quien es “Camino, Verdad y Vida”[2] para el corazón del ser humano que busca la plenitud.
Veamos las principales ideas que nos explican qué significa ser responsables en materia de paternidad.
#1 Saber responder al don de la sexualidad
La palabra “responsable” viene del latín responsum que significa “responder”. Según la Real Academia Española significa una persona que puede responder de algo o por alguien. Si vamos al tema que nos ocupa, los esposos, al casarse, son capaces y deben responder a la verdad del don que reciben. Es decir, a la verdad del regalo de la totalidad del don de sí mismos vivido en la sexualidad. Y sabemos que el acto conyugal, por su verdad misma, inscrita en el lenguaje del cuerpo del varón y de la mujer, tiene dos significados inseparables: el unitivo y el procreativo. Les llamamos «inseparables» porque en el momento en que se intente eliminar uno de los dos, el otro también se elimina. Cabe aclarar que esto ocurre en el campo de la intención, es decir en el ámbito moral.
Responder a esta verdad del acto conyugal implica vivirlo en la plenitud y en la totalidad de la entrega, sabiendo que no somos nosotros quienes creamos este don inmenso, sino que nos es dado por el Creador, quien nos muestra el modo pleno y verdadero de amarnos. Por lo tanto, la paternidad responsable implica, ante todo, saber responder de modo verdadero al don del amor y de la sexualidad.
#2 Vivir una conyugalidad responsable
Esto implica conocer el cuerpo del cónyuge y el propio y la dinámica de la fertilidad en ambos. El Creador, en su infinita sabiduría, nos ha dotado de conciencia sobre nosotros mismos y de inteligencia para poder conocer nuestro cuerpo. Hoy en día, la ciencia nos aporta una gran ayuda para comprender la lógica de la fertilidad masculina y femenina. Los métodos naturales de reconocimiento de la fertilidad son la herramienta para aprender sobre la riqueza del cuerpo femenino. Incluso, el Papa San Pablo VI, en la Encíclica Humanae Vitae, menciona varias veces que la paternidad responsable exige el uso de la inteligencia y de la voluntad de los esposos. Dios, en su Providencia, nos confiere de todo lo que necesitamos para poder comprender el lenguaje del cuerpo de la mujer y del varón. Es un acto de responsabilidad hacer todo lo que está en nuestro alcance para conocerlo y para actuar en consecuencia. De hecho, uno de los numerosos beneficios de los métodos naturales es el gran respeto que el varón gana por el cuerpo y por la emocionalidad de su esposa.
#3 Participar a Dios de nuestras decisiones sobre la paternidad
Humanae Vitae define la paternidad responsable de la siguiente manera: “La paternidad responsable comporta, sobre todo, una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores”.[3] Vemos, por lo tanto, que la paternidad responsable subraya la dimensión de la respuesta. Es decir, del diálogo para con Dios. Puede observarse que Dios aparece en relación con el orden moral, en el plano de la acción humana. Así deja en evidencia que cuando la Iglesia aconseja sobre este tema no lo hace en carácter de un pensamiento reducido a una simple matemática que se encuentre subordinada a la economía. Por el contrario, se refiere a un reconocimiento de la voluntad del Creador, de un diálogo, de una oración entre los esposos ante Dios para saber qué espera de ellos en cada momento de la vida matrimonial. De esta manera, ser padre y madre conlleva responder de hecho a Dios, a su plan respecto a la vida de los esposos. El matrimonio se convierte, por ende, en el lugar privilegiado donde ellos viven la santidad, entendiendo la misma como la justicia delante del Creador y la cumbre de la caridad. Es un ámbito bello en el que los esposos escuchan a Dios y eligen, libremente, cumplir o no con Su Voluntad.
#4 Saber esperar cuando no es el momento
Suele suceder que en esta oración y diálogo que mencionábamos, los esposos consideren que no es prudente abrirse a la posibilidad de una nueva vida en determinado momento del camino conyugal. Frente a esta situación, la Iglesia aconseja optar por la abstinencia en los días fértiles del ciclo femenino. Sabemos que no es fácil, pero sí posible, bueno y conveniente. El impulso sexual que viven los esposos puede y debe ser dirigido por la razón y la voluntad. Esto no significa la supresión del mismo, sino una correcta guía hacia la plenitud del hombre, lo cual implica en el ámbito conyugal una atenta vivencia del acto matrimonial, alejado de todo amor concupiscente hacia la persona y enfocado en una donación total y recíproca. Si el impulso sexual no está mediado por la voluntad humana deja de ser un acto de amor para convertirse en un instinto que domina al hombre.
Cuando los esposos son capaces de abstenerse y esperar los días infértiles del ciclo femenino, muestran realmente la grandeza de un amor que es consciente, verdadero y libre en sus entregas y en sus actos. Cabe aclarar que la paternidad está unida al amor mutuo entre los esposos, haciendo así que ella brote de éste como de su fuente y tienda a Dios como a su fin.[4] Cuando el acto conyugal está privado de “su verdad interior… cesa de ser un acto de amor”.[5] En otras palabras, la irresponsabilidad frente a la ley natural inscripta en sus corazones provoca la ruptura de la comunión de amor, la cual tiende a convertirse en un mutuo “uso” de la persona. De esta manera, la única respuesta válida delante del valor personal es un acto que promocione dicho valor sobre cualquier medida utilitarista.
La continencia periódica de la que habla san Pablo VI se refiere al ejercicio del dominio de sí para una entrega más madura en el amor. San Juan Pablo II comprende esta última como un “método «natural»”[6] porque permite a los esposos repensar su vocación y encontrarse mutuamente en la creatividad misma del amor, el cual encuentra un punto esencial en el acto conyugal, pero no el único.
La continencia no es un “no hacer”, sino una posibilidad para reafirmar el sentido basal del acto conyugal. Nótese que el Papa la adjetiva “periódica” por tratarse de un tiempo, no de un estado de vida. En otras palabras, es propio de los esposos el acto conyugal, los perfecciona en el sentido pleno de la donación que experimentan en el mismo.
#5 Ser generosos y respetuosos con la vida
Este último punto se refiere a la generosidad que Dios pide a los matrimonios en sus entregas. Sabemos que el amor de los esposos debe ser fecundo a imagen del amor de Dios que se multiplica y expande dando vida al hombre. Pues bien, Dios nos llama a ser generosos con la vida. No nos exige números determinados, pero sí solicita que nuestro amor no se cierre en nosotros mismos ahogándose, sino que se multiplique y expanda. Nos pide que la vida sea una prioridad en nuestro hogar antes que la comodidad y los excesos materiales. La vida de un hijo debería desearse más que cualquier otra realidad material. La fecundidad se vive tanto desde el llamado a ser una familia numerosa, como el llamado a dar la vida en un servicio a los hermanos.
Ser respetuosos con la vida implica ser conscientes de que el único dueño y Señor de aquella es Dios. Reconocemos, así, que ésta no nos pertenece ni debemos manipularla. Implica dejarle a Él la primera y la última palabra sobre nuestra paternidad, más allá de nuestros deseos y “proyectos”.
En ocasiones, debemos aceptar dolorosamente la voluntad de Dios cuando los hijos no llegan, y buscar otros modos de vivir la fecundidad sin acudir a la manipulación, al negocio y a la muerte de las técnicas artificiales. Significa también aceptar con alegría ese nuevo embarazo que no fue buscado, sabiendo que es un don inmerecido sea cual sea la circunstancia en la que nos encuentra.
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Finalmente, podemos decir que ser responsables en materia de paternidad significa aceptar con humildad la verdad sobre el amor y la sexualidad creados por Dios y saber responder al camino de santidad propio que nos propone a cada matrimonio. Siempre confiando en Su Providencia y en Su Gracia que nos sostienen y que nos hacen capaces de llegar a la meta: la santidad.
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[1] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia general 03/10/1984, 3a.
[2] Jn 14,6
[3] HV 10e
[4] Cf. HV 12b
[5] San Juan Pablo II, Audiencia general 22/08/1984, 6.
[6] San Juan Pablo II, Audiencia general 22/08/1984, 1c