Solemos decir que la espiritualidad cristiana nos anima a mirar hacia arriba. Hoy, quisiera invitarte a mirar hacia abajo. En el suelo, podremos reconocer signos terrenales que nos conectan con lo celestial.
Hans Jenny, científico suizo del siglo pasado, dedicó sesenta años al estudio de la tierra. Él solía afirmar que el suelo es fundamentalmente un misterio. Allí, la frontera entre la vida y la muerte parece diluirse, al punto que es casi imposible de encontrar.
La tierra toda debiera ser una especie de gran cementerio, llena de cadáveres de insectos, plantas y otras especies. Sin embargo, en lugar de putrefacción, allí encontramos fertilidad, la muerte da lugar a la vida.
Mas aún, las cuatro estaciones del año ilustran este punto. Ellas son un gran ciclo pascual de constante muerte y resurrección. Pareciera que Dios nos hubiese regalado la primavera para recordarnos cuán bella puede ser la vida después de la muerte.
La creación son las primeras notas
La creación, en su esplendor, es un signo sensible que transmite realidades invisibles. Del mismo modo que a través de su música podemos conocer el corazón del artista, a través de su creación podemos conocer algo del Creador. Esto es lo que podríamos llamar la visión sacramental de la realidad.
Los grandes santos y místicos han conocido ésta visión sacramental de la realidad: toda la creación puede volverse en un signo visible, podríamos decir una especie de “sacramento”, para llegar a realidades invisibles. En una palabra, al mismo Dios.
La película Oppenheimer (2023) ejemplifica esta conexión. Esta película relata la historia del tristemente célebre Robert Oppenheimer, conocido como el “padre de la bomba atómica”. En una escena, cerca del inicio del film, se lo ve dialogando al protagonista con otro físico. Éste científico le dice: “La física es como la partitura, lo importante no es si puedes leer la música. Lo importante es si puedes escuchar la música. ¿Puedes escuchar la música?”. Inmediatamente, comienza una secuencia donde pareciera que Oppenheimer escucha la música que está grabada en la creación: contempla un paisaje, se maravilla con los vitrales de una Catedral y hasta pareciera escuchar las partículas y las moléculas de todo lo que existe.
El Papa Benedicto XVI, en El espíritu de la liturgia, también nos invitaba a descubrir “la música que yace en la base de todas las cosas”. Así, nos sugiere que toda la creación es una gran sinfonía creada por Dios, impregnada de sentido y lógica. Esta perspectiva nos insta a discernir la lógica y el significado en la creación para que la música de la vida cobre sentido.
Oppenheimer quizás logró escuchar esa música, pero el problema fue que intentó insertar sus propias notas en la sinfonía existente. De ese modo, generó ruido en lugar de armonía, una lección que impactó drásticamente en la historia de la humanidad.
El amor convierte las notas en sinfonía
La música presente en todas las cosas simboliza la capacidad de la naturaleza para generar nueva vida. Es, también, una metáfora de cómo los seres humanos pueden entrar en comunión y crear nueva vida. A través de esta capacidad, se revela la lógica del amor, una fuerza fundamental que da sentido a la sinfonía de la vida humana. Sin el amor como nota fundamental, la sinfonía de la existencia pierde su significado.
Dios, en su infinita sabiduría, eleva la lógica de la naturaleza y la transforma en una música aún más bella, que es la del amor. Esta transformación se refleja poderosamente en la Eucaristía, donde todo el cosmos parece participar en una bella armonía. Ello sucede porque lo que ofrecemos en el altar es pan y vino. No obstante, para que existan esos elementos, debe entrar en juego la tierra, el sol, la lluvia, el trabajo humano… ¡toda la creación! Es así que, cuando ofrecemos el pan y el vino, estamos, simbólicamente, ofreciendo todo a Dios.
De este modo, cuando el sacerdote reza la oración de consagración, la fertilidad de la tierra se convierte en la fertilidad del vientre de María. De repente, la verdadera música de amor que nuestro corazón anhela escuchar con todas sus fuerzas, se hace carne. La música de la Eucaristía nos relata la historia del amor divino que da Vida, uniendo a la humanidad con la divinidad.
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Escuchemos la música para la que fuimos creados. La invitación del Papa Benedicto XVI a descubrir la canción subyacente en todas las cosas es un llamado a abrir nuestros sentidos y corazones a la profunda conexión entre la tierra y el cielo. Al percibir la creación como una sinfonía impregnada de lógica y sentido, encontramos que verdaderamente su huella está presente en todo lo que existe. Sin embargo, esa música realmente cobra vida cuando los elementos de la tierra se convierten en “los elementos del cielo”, en la misma Eucaristía. Así es como Dios compuso para nosotros la música que deseamos escuchar, la del Amor eterno.