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Día: noviembre 14, 2024

La castidad está hecha de amor

Han sido muchas las ocasiones en las que hemos podido escuchar hablar sobre la castidad, la libertad que da la misma y, por supuesto, la belleza de esta virtud. Sin embargo, hoy quiero abordarla desde todo lo anterior, claramente, espiritualizándola mucho más. Pues la castidad es una virtud humana y, también, cristiana.


Exclusividad, fidelidad y permanencia


Dice San Josemaría Escrivá de Balaguer que “nuestra castidad es una afirmación gozosa, una consecuencia lógica de nuestra entrega al servicio de Dios, de nuestro amor”. Quiero sobre todo centrarme en esa consecuencia lógica de nuestra entrega al servicio de Dios. En ese sentido, ¿qué es, pues, la castidad? Vamos a darle respuesta.


Cuando se ama a una persona y, aún más, cuando se ama hasta el punto de quererla como compañera para toda la vida, sobreentendemos que ese amor debe ser ante todo exclusivo. Eso implica rechazar y excluir otros amores que son incompatibles con esta exclusividad. De esta misma forma, estamos llamados a amar a Dios, con la misma exclusividad, fidelidad y permanencia, rechazando todos estos falsos amores que violentan la exclusividad de ese amor…Y es aquí donde entra la virtud de la castidad.


Quien ama a Dios, ama a su prójimo


La castidad es esa virtud que ordena el amor primeramente hacia Dios. Le da el lugar que merece en nuestro corazón para amar de una manera más perfecta al prójimo: “amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Al primer mandamiento -y el más importante de todos- lo cumplimos en ese orden: quien ama a Dios, ama a su prójimo. Quien ama a su prójimo, se ama a sí mismo. Quien no ama a Dios, difícilmente propiciará el bien para otros.


Dice Salvador Canals en su libro “Ascética meditada” que “la castidad da al alma al corazón y a la vida externa de quien la vive aquella libertad de la que tanta necesidad tiene el apóstol para poder propiciar el bien en las otras almas”. El alma que no vive la virtud de la castidad difícilmente propicia el bien para otros y mucho menos para sí mismo.


Propiciar el bien es amar y, como bien lo decía el apóstol San Juan cuando afirmaba que quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. Quien no vive la castidad, es prisionero de sus sentidos y esclavo de sus pasiones. También, se priva de lo más hermoso que es ver y deleitar a Dios… Al hombre carnal le es imposible comprender las cosas del espíritu. Nunca podrá elevarse a gustar los goces del cielo. Pues nos lo dejó claro Jesús en las bienaventuranzas: “bienaventurados son todos los de corazón puro, porque ellos verán a Dios”.


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La virtud de la castidad eleva el corazón del hombre para que esté cerca del corazón de Dios. Estando allí, aprende a amar y, a imitación de Cristo que lo dio todo en la cruz, aprende a entregarlo sin medida. Recuerda siempre que la castidad es posible en todos los momentos de nuestra vida. En cada etapa. Esto es posible no porque nuestras fuerzas (que evidentemente son nulas) nos lo permitan, sino porque nos basta Su gracia…