Vivimos en una época donde el discurso del amor propio resuena con fuerza. Redes sociales, influencers, psicología popular y hasta discursos motivacionales lo repiten con insistencia: “ámate a ti mismo”, “ponte en primer lugar”, “no le debes nada a nadie”.
A primera vista, este mensaje puede parecer liberador y, en cierto sentido, lo es. No se trata de negar que muchas personas han vivido sometidas a relaciones tóxicas, patrones destructivos o dependencias emocionales. Reconocer el valor personal, poner límites sanos y sanar heridas profundas es algo necesario.
Sin embargo, el problema surge cuando esta idea del amor propio se absolutiza y se convierte en una excusa para cerrarse al amor auténtico. Lo que en un inicio parece una búsqueda de sanación y autoestima, termina siendo una forma sutil de egocentrismo y autosuficiencia. Se empieza a confundir el amor con el individualismo, la libertad con la incapacidad de amar y el cuidado personal, con el rechazo a la vulnerabilidad.
¿Qué es el verdadero amor propio?
Desde la antropología cristiana, el amor propio no es lo mismo que el narcisismo ni el egoísmo. Amarse a uno mismo, en su verdadero sentido, significa reconocer la dignidad que Dios ha puesto en cada uno de nosotros y cuidarla con responsabilidad. No es un amor cerrado, sino abierto al otro. Un amor que nace del hecho de saberse amado por Dios.
San Juan Pablo II lo expresa de forma magistral: “el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino a través de un sincero don de sí” (Gaudium et Spes, 24). Es decir, el ser humano se realiza no en el aislamiento ni en la defensa constante de su espacio personal, sino en la entrega libre y sincera de su persona a los demás
El ejemplo de Cristo
Hoy vivimos en una cultura que ha empezado a temerle al amor. El amor es visto como riesgo, como pérdida, como vulnerabilidad. Amar implica abrirse al otro, salir de uno mismo. Eso, en una sociedad marcada por el miedo a sufrir, es visto como una amenaza.
Por eso, muchos se refugian en el amor propio como un muro de contención. Así, ese muro no protege, aísla. La persona que se convence de que solo necesita de sí misma, termina por empobrecerse afectivamente y se vuelve incapaz de experimentar la verdadera alegría del amor recíproco.
Cristo nos mostró que el amor es don. Su entrega total en la cruz es la expresión más profunda del amor verdadero. Nos enseñó que, en el acto de dar la vida, se gana la vida. En palabras del Evangelio: “Quien quiera guardar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25).
Amar al otro: el punto de partida del amor propio
Esto no significa anularse o tolerar lo que es destructivo. Significa que solo cuando me doy al otro desde la libertad, la madurez y la verdad, puedo experimentar el amor como plenitud. El verdadero amor propio, entonces, no es enemigo del amor al prójimo. Es su punto de partida.
El amor propio auténtico no es un obstáculo para amar al otro, sino su condición necesaria. Cuando me reconozco amado por Dios, cuando abrazo mi dignidad, cuando sano mis heridas y me reconcilio con mi historia, entonces, estoy en condiciones de salir de mí mismo sin miedo, de darme con libertad, sin perderme, sin anularme, sin esperar llenar vacíos que solo Dios puede colmar.
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Solo quien se ama en la verdad puede amar de verdad. El amor auténtico no nace de la carencia, sino de la plenitud. Cuanto más lleno estoy de amor —del amor que viene de Dios—, mejor puedo entregarme al otro de forma libre, generosa y fecunda.
Hoy más que nunca necesitamos sanar la visión que tenemos del amor propio. No para rechazarlo, sino para purificarlo. En definitiva, si me amo, puedo amar mejor.