Las relaciones sexuales son todo un tema. En la Iglesia católica se enseña que el ámbito adecuado para tenerlas es el matrimonio. ¿Pero por qué? Esta es una cuestión que se puede abordar de distintas perspectivas. En este post, me interesa encararlas a partir de las exigencias que brotan de la propia naturaleza de los seres humanos. Ciertamente, la Revelación da un sentido mucho más profundo a las relaciones sexuales —basta ver las catequesis del cuerpo de San Juan Pablo II—, pero lo sobrenatural se afirma sobre un dato natural. Es a éste que quiero apuntar.
Amar o usar
¿Hay alguien que no quiera ser amado? ¿Hay alguien que prefiera ser tratado con desprecio a ser tratado con amor? En efecto, el mandamiento de amar a otros no me viene impuesto desde afuera: brota de mi propia naturaleza. De ahí que cuando no soy tratado con amor mi naturaleza se resiente. Lo mismo ocurre cuando no trato a otro con amor: no sólo le hago daño, sino que me hago daño. Ahora bien, en las relaciones interpersonales, ¿qué es lo que se opone al amor?
Santo Tomás sigue a Aristóteles al afirmar que «amar es querer el bien para otro». Karol Wojtyla —hoy San Juan Pablo II— adhiere a esta definición y da un paso más: señala que, en las relaciones interpersonales —especialmente en el plano de la sexualidad—, lo opuesto a amar es usar. En efecto, cuando amo busco en primer lugar tu bien; cuando uso, busco en primer lugar mi bien. Cuando amo eres para mí un sujeto, un alguien; en cambio, cuando uso eres para mí un objeto, un algo. Cuando amo, tú eres lo primero. Cuando uso, yo soy lo primero. Se ve, pues, que amar y usar son absolutamente incompatibles: no es posible amar y usar a la misma persona al mismo tiempo y respecto de lo mismo. Una persona no puede ser al mismo tiempo sujeto de amor y objeto de placer.
Matrimonio y entrega de la persona
Wojtyla profundiza en el tema del amor, y dice que la forma más extrema de amar es la donación o entrega de la propia persona. Es decir, busco de tal modo tu bien que te doy lo mejor que tengo: me entrego yo mismo. Esta forma extrema de amor se puede dar a distintos niveles, pero encuentra su expresión culminante en el matrimonio (y en la vida consagrada). Hablo aquí de matrimonio como institución natural y no necesariamente como sacramento. En efecto, toda promesa celebrada entre varón y mujer de amarse de manera exclusiva, incondicional y abierta a la vida hasta que la muerte los separe constituye un matrimonio natural.
¿Qué sucede en el matrimonio? Al darse una entrega total de la persona, cada cónyuge deja de pertenecerse a sí mismo para pasar a pertenecerle al otro. «Me entrego a ti de manera exclusiva, incondicional, para siempre.» Cuando la esposa le dice al esposo: «soy tuya», o cuando le dice: «eres mío» no está hablando de manera metafórica, sino fuertemente real. La vida del matrimonio supone una vida de entrega permanente al otro, una donación total de la persona que está llamada a renovarse todos los días. ¿Cómo se vincula esto con las relaciones sexuales?
Relaciones sexuales y entrega personal
Mi cuerpo no es algo que tengo, es algo que soy. Soy una unidad de cuerpo y alma. Soy alma, pero no sólo alma; y soy cuerpo, pero no sólo cuerpo. Soy ambos, y ambos son una sola realidad: yo. Así, mi cuerpo no es algo que se interpone entre el mundo y yo: soy yo viviendo en el mundo; mi cuerpo es la expresión visible de quién soy. Cuando veo el rostro de Andrea la estoy viendo a ella, y no una máscara que se interpone entre ella y yo. Cuando toco el hombro de Juan lo estoy tocando realmente a él. De ahí que entregar mi cuerpo es entregar mi persona: donde pongo en juego mi cuerpo pongo en juego todo lo que soy.
En una relación sexual, la entrega de mi cuerpo es total, lo cual implica que la entrega de mi persona es total. En una relación sexual le doy a otro acceso completo a mi cuerpo, lo cual implica darle acceso a toda mi realidad personal. De ahí el sentido pleno que adquiere una relación sexual dentro del matrimonio: «Te entrego mi cuerpo porque realmente soy tuyo, y recibo tu cuerpo porque realmente eres mía.» Así, la entrega del cuerpo viene a realizar «físicamente» el estado de entrega y donación permanente que se vive durante toda la vida matrimonial.
Relaciones sexuales fuera del matrimonio
Amar es buscar el bien del otro, lo cual se da de manera extrema en la entrega total de mi persona en el matrimonio; entrega que se realiza «corporalmente» en una relación sexual. Por eso los esposos realmente hacen el amor. Esto no ocurre en una relación de noviazgo. En efecto, por más que nos amemos y queramos expresar nuestro amor, le entrego mi persona a alguien a quien no le pertenezco, y tomo totalmente a alguien de quien no soy dueño. «Pero nuestro amor es bueno y bello.» Si es tan bueno y bello, ¿por qué «te proteges» de sus consecuencias? Se puede decir mucho más al respecto, pues el tema es arduo. Queda pendiente una mayor profundización.
Cosa distinta es cuando las relaciones sexuales se plantean directamente para buscar placer, sea mutuo o no. La relación sexual deja de ser un asunto de personas y pasa a ser un asunto de cuerpos. En efecto, ya no son dos personas buscando el máximo bien para el otro, sino dos cuerpos usándose mutuamente para obtener placer. Una relación sexual-personal implica un punto de llegada diferente: una relación sexual está llamada a hacerme más digno, más persona. Después de una relación sexual, tú y yo somos más persona, tú y yo somos mejor. La dimensión de la gracia propia del sacramento del matrimonio hace volar el techo y sitúa el punto de llegada en una dimensión superior. Después de una relación sexual, tú y yo somos más santos, tú y yo estamos más cerca de Dios. Por el momento, lo dejo aquí.
*Publicado en el blog de la SITA Joven.