La castidad es una virtud, es decir, un hábito bueno. Sin embargo, no se trata de un hábito en el sentido ordinario del término. En efecto, cuando hablamos de hábitos, solemos hablar de algo que se hace de manera casi automática. Y, si lo hacemos de manera automática, en el fondo, pareciera que perdemos la libertad: es como si estuviéramos “determinados” para obrar siempre de la misma manera. ¿Eso ocurre también con la castidad?
Hábito como algo mecánico
Todo hábito se adquiere mediante la repetición de actos. De esta forma, mientras más sostengo en el tiempo un acto libremente realizado, más se va instalando en mí el hábito de actuar de esa manera.
Veamos un ejemplo. Debido a la pandemia, nos hemos acostumbrado a saludar con el puño, con el codo, chocando los zapatos, o simplemente de lejos… Una vez que termine la pandemia, lo esperable es que volvamos a nuestros saludos de antes. Eso sí: es probable que las primeras veces terminemos dándole el puño o el codo a alguien que nos tienda la mano. ¿Por qué? Porque saludar de esa manera era algo que hacíamos automáticamente, casi sin pensar. Algo que se nos había hecho un hábito. Pero no debemos entender la castidad de la misma manera.
Castidad como hábito
Como todo hábito, la castidad se adquiere mediante la repetición de actos libres. ¿Cuál es el acto propio de la castidad? Ordenar las fuerzas del mundo de la sexualidad hacia el amor. Y aquí hay una gran diferencia con respecto al “saludo COVID”: la ordenación que exige la castidad puede hacerse de muchas formas diversas.
El acto propio de la castidad es más bien una suerte de actitud interior, que se exterioriza a través de diversas acciones. Hablamos de una manera de vestir, de una manera de bailar, de una manera de mirar, de una manera de sacarnos fotos y publicarlas, de una manera de comentar las fotos de otros, de una manera de abrazar, de una manera de hablar o mandar mensajes, de una manera de tocar, de una manera de besar, o —en el caso de los esposos— de una manera de tener relaciones sexuales.
Pero a esto cabe agregar que la castidad puede exteriorizarse con diversas actitudes, algunas de ellas incluso opuestas respecto de una misma acción. ¿Cómo es esto? Tomemos el caso de las relaciones sexuales. Una pareja de enamorados o novios está llamada a abstenerse de relaciones sexuales, viviendo la castidad. En cambio, una vez que están casados, las relaciones sexuales se les presentan como algo propio de la vivencia de la castidad. Así, en torno a una misma acción —tener relaciones sexuales—, la castidad se vive de manera distinta, según varíen las circunstancias. Y algo similar puede decirse de las demás acciones.
Manejar, un deporte, o un instrumento musical
Las diversas maneras según las cuales se exterioriza la vivencia de la castidad nos obligan a no entenderla como un hábito mecánico. En cambio, se la puede asimilar más bien al “hábito” de aprender a manejar algún vehículo, de aprender a tocar un instrumento musical, o de aprender algún deporte.
Estas tres actividades tienen en común que no se adquieren de la noche a la mañana, sino que requieren tiempo. Pero, además, no se adquieren realizando un único acto, sino mediante acciones diversas, todas tendientes a un mismo objetivo.
Nótese que estas actividades se aprenden “en la cancha”: ningún futbolista se hizo bueno leyendo libros sobre el fútbol, ningún ciclista se hizo virtuoso escuchando podcasts sobre cómo andar en bicicleta… Estas habilidades se adquieren obrando “aquí y ahora”, es decir, en situaciones concretas. Y, al ser concretas, resultan también cambiantes; por lo tanto, exigen de nosotros respuestas diversas.
Castidad e improvisación
Lejos de consistir en la realización invariable de un mismo comportamiento, la castidad está más vinculada con la improvisación. En efecto, el futbolista virtuoso no es el que hace siempre la misma jugada, sino el que sabe adaptarse a distintas situaciones y a diversos rivales.
Pasa alguien por la calle: ¿miro o no miro? Si decido mirar, ¿cómo miro? Abro Instagram y me aparece su foto, ¿le doy “me gusta”? ¿La comento? Y si decido comentar, ¿qué digo? Estamos en una fiesta y ponen “Hawai”: ¿la saco a bailar? Si bailamos, ¿como bailamos? Termina “Hawai” y empieza “La Jeepeta”: ¿seguimos bailando?
Son innumerables las situaciones en las que se pone en juego la castidad. Sin embargo, hay una constante: lo que se busca es ordenar las fuerzas del mundo de la sexualidad hacia el amor. Vivir la castidad implica procurar el bien de la otra persona, es decir, amar, y no usar. Esta es la norma rectora, que deberá ser aplicada de manera diversa según lo exijan las circunstancias de cada caso.
Con la castidad ocurre como con el fútbol, la bicicleta, o la guitarra: mientras más me entreno, más desarrollo mis habilidades, y voy adquiriendo cada vez una mayor destreza —en el caso de la castidad, para amar—. El amor y las relaciones interpersonales invaden todos los ámbitos de la vida; de ahí que permanentemente estemos “jugando el partido” de la castidad, incluso cuando nos encontramos solos. Como todo entrenamiento, no siempre resulta fácil, pero el tiempo hace ver que el esfuerzo vale la pena.