Durante la pandemia, creímos que todos íbamos a salir mucho mejores personas de lo que conocíamos, creíamos que ante una crisis mundial íbamos a resultar un mundo mejor y más solidario. Para no hacerte el cuento largo, parece que fue al contrario: un día nos despertamos con una guerra en Ucrania, con países más violentos, con asesinatos, robos y corrupción, con la economía por los suelos, con las iglesias vacías y las familias desintegradas, con crisis de depresión y ansiedad en los jóvenes… En fin: con tantos problemas sociales que pareciera que una pandemia no nos sirvió de nada, más que para acabar de destruir las pocas cosas buenas que teníamos.
Y ahí estamos… Tentados de pensar que no hay nada bueno en el mundo, que cada vez está peor y que no vale la pena hacer el bien, porque no hace la diferencia. Cada vez que consientes con este pensamiento, estás contribuyendo al mal del mundo. Así como lo lees… Pero, ¿cómo salimos de esto?
La respuesta es la virtud
Una de las armas más poderosas que Dios nos da para vencer el mal son las virtudes. Una virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. No solo nos ayuda a realizar actos buenos, sino que nos inspira naturalmente a dar lo mejor de nosotros mismos. Esto a su vez implica mejorar en toda su expresión nuestro encuentro con los demás. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.
Reflexionaba que el mundo nos está tentando con todas sus fuerzas para que se minimicen esas fuentes de bien, como las virtudes. Más adelante te diré por qué lo creo.
Las virtudes cardinales y las virtudes teologales
Sabemos que existen las virtudes cardinales, que se adquieren mediante fuerzas humanas. Se trata de la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. Son una especie de coordenadas a las que todas las demás virtudes se alinean.
Aunque las virtudes cardinales son sumamente importantes, quiero hacer una reflexión más profunda sobre las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Las virtudes cardinales se arraigan a las virtudes teologales; estas, más aun que las fuerzas humanas, necesitan la participación de la naturaleza divina.
Es ahí en donde estamos siendo tentados, donde flaqueamos como humanidad; es tan dañino que permea en nuestras relaciones, en nuestro quehacer, en nuestra familia, en nuestra forma de vivir, en cómo nos percibimos, e incluso en nuestro propósito de vida.
¿Me estoy dejando tentar? Así comenzó está reflexión, parece que ceder en una, hace una especie de efecto dominó sobre las demás, por eso puede ser rápido y muchas veces sin que nos demos cuenta.
La fe
Esas veces en las que creemos que no hay solución a las cosas malas que nos pasan, en las que vemos tanto mal en el mundo que ello nos quita la paz, en las que creemos solo en nuestras propias fuerzas, porque nadie nos va a ayudar a cambiar el mundo y que ya no hay buenas personas para formar una familia… Son todas esas veces en las que estamos perdiendo la fe.
La esperanza
Hasta aquí crees que solo estas perdiendo la fe, pero como dije, es una especie de efecto dominó: luego, sutilmente, nos hace pensar que las promesas no van a ser cumplidas, que no hay una pareja pensada para mí, que nunca me voy a casar, que jamás vamos a poder solucionar tantos problemas sociales… No sólo debemos creer en Dios: debemos creerle a Dios, creer que sus promesas serán cumplidas, aunque el mundo nos diga lo contrario.
La caridad
Con la pérdida de esta virtud, culmina lo que hoy vemos tangible, todo el mal que mencioné al principio, porque ¿cómo vamos a pensar en nuestros hermanos, si estamos sumergidos y preocupados viendo lo mal que está mi vida, mi familia, mi relación, que no vemos todo lo bueno que tenemos y que podemos hacer por los demás…?
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No hay que dejar de esforzarnos y pedir estas virtudes: son un medio para nuestra conexión con Dios y, si lo descuidamos, nos será difícil ser testimonio de su gracia. ¡Seamos virtuosos!