Es muy común el pensamiento de que la sexualidad es algo totalmente ajeno a Dios, como si fuera un terreno únicamente humano y natural, alejado del orden sobrenatural y trascendente. A menudo se ven como realidades totalmente opuestas, creyendo que un deseo tan carnal nada tiene que ver con la vida espiritual. Esta mirada está muy extendida, incluso entre personas creyentes. Reconocen a la sexualidad matrimonial como buena en sí misma, pero acotada a simples momentos de bienestar y unión que no trascienden más allá de la misma pareja.
Sin embargo, sucede todo lo contrario. La sexualidad es inseparable de nuestra dimensión espiritual, y el modo en que la vivamos puede hacernos cada vez más plenos como personas y acercarnos a la santidad. Esto sucede en todos los estados de vida, pues estamos llamados a vivir la dimensión sexual de un modo acorde y propio a cada uno. Pero nos centraremos en el matrimonio y en la particularidad de la vivencia sexual que tiene esta vocación.
La sexualidad es intrínseca a la espiritualidad
La sexualidad es un elemento intrínseco a la persona. No es algo “agregado” que puede estar o no. Ni siquiera es una dimensión. Sino que es constitutiva del ser humano, y atraviesa todas sus dimensiones: cuerpo, mente, espíritu y aspecto social. Por lo tanto, como somos una unidad, el modo en que vivamos la sexualidad va a repercutir siempre en nuestra espiritualidad. Y viceversa, la profundidad que tengamos en nuestra vida espiritual y de Fe va a incidir en fuerza en la forma de afrontar la sexualidad. En este punto hablamos de sexualidad en sentido amplio, ya sea haciendo referencia a nuestro existir en el mundo como varón o mujer, o a la experiencia del deseo sexual que todo ser humano atraviesa en algún momento.
Acercándonos a la dimensión espiritual, sabemos que según nuestra vocación particular y nuestro estado de vida estamos llamados por Cristo a vivir la sexualidad de un modo concreto y diferente en cada uno. Esto es así porque Dios nos revela que el fin de la diferencia sexual es la invitación a salir de uno mismo, para entregarse a la otra persona en una comunión de amor a imagen y semejanza de Dios Trinidad.
Por lo tanto, la vivencia activa de la vida sexual sólo encuentra este marco de amor fiel y donación total en el matrimonio. Las demás vocaciones también están llamadas a la entrega al otro, pero sin tener una vida sexual activa. Ya concentrándonos en esto, es interesante algo que dice a menudo un sacerdote amigo que acompaña a tantos matrimonios en su camino. Él sostiene que en la intimidad de la relación sexual la persona se comporta tal cual es. Es decir: deja al descubierto sus grandezas o miserias, su generosidad o su egoísmo, su amor o su uso hacia el otro
Esto se debe a que la sexualidad es tan constitutiva de la persona que, hagamos lo que hagamos con ella, nos va a develar quiénes somos. En ella no hay caretas, y aunque finjamos ser algo diferente, en realidad lo que estaremos haciendo es vivir una mentira. Nuestro comportamiento en referencia a la sexualidad es como un cristal transparente que deja ver lo que hay en nuestro corazón. A través de ella se manifiestan nuestras luces y sombras. Explica el sacerdote José Noriega: “en la unión sexual la carne se hace transparencia de su persona, de su voluntad y de su intencionalidad”. [1] A través del cuerpo manifestamos aquello que deseamos expresar con nuestra alma. Aquí evidenciamos la inseparable unión que hay entre sexualidad y espiritualidad.
La relación sexual promete trascendencia
José Noriega comienza su libro El destino del eros con la siguiente afirmación: “La sexualidad promete mucho, pero cosecha poco.” Podemos preguntarnos el porqué de una frase tan determinante. Es cierto que en la atracción sexual se nos promete un inmenso placer, una felicidad plena que inunda a toda la persona. Nos deslumbra la posible compañía de alguien que nos parece enormemente atractivo, que nos fascina, nos atrae y nos hace salir de nosotros mismos. En el origen de la experiencia amorosa toda nuestra vida, en su totalidad, se ve acaparada por el deseo de poseer a otro, que nos devela un horizonte nuevo.
Sin embargo, es cierto que todo aquello prometido y tan anhelado finalmente no lo encontramos en la vivencia sexual. El placer experimentado no colma el inagotable deseo que había despertado. Tampoco lo colma la persona a la cual nos unimos. ¿Qué se esconde, entonces, detrás de este deseo, de esta atracción entre varón y mujer que ni ella misma, una vez llegada a su punto culminante, es capaz de apagar?
En la sexualidad se nos revela el misterio de la persona, el misterio del Otro. Porque la diferencia sexual nos habla de lo poco que nos bastamos a nosotros mismos. De nuestra pobreza, de nuestra soledad.
Pero, a la vez, nos habla de la plenitud y la compañía que se nos promete. Nos manifiestan de modo inexorable nuestro ser cuerpo y también nuestra alma, que reclama la trascendencia. El encuentro entre varón y mujer revela una promesa de plenitud en la comunión de ambos. El corazón humano busca sediento una felicidad que no puede alcanzar con la sola sexualidad, si ésta no está vivida en la búsqueda de aquella Presencia que es origen y fin de todo amor humano: Dios.
Entonces, cuando reconocemos al Creador como origen y partícipe de nuestro amor, la sexualidad adquiere un sentido que es más grande que ella misma, que la trasciende y que es capaz de colmar el corazón de los esposos. De este modo, al placer experimentado en el acto conyugal le sigue un gozo en el corazón de ambos. Un gozo que permanece en el tiempo, y que los colma. Esto es así porque los esposos entran en comunión entre sí, pero también entran en comunión con el Creador, fuente inagotable en la cual las almas buscan la plenitud gozosa.
El acto conyugal como liturgia y oración
Vemos entonces que el acto conyugal no es una acción que compete solamente a los esposos y que queda únicamente en ellos, sino que, vivido en su verdad, es un acto de entrega a Dios. Podemos afirmar con toda seguridad que el amor de los esposos no es un asunto de dos, sino de tres: esposa, esposo y Dios. Por lo tanto, como el amor debe vivirse en una integración de todas las dimensiones, la unión sexual también es, si los esposos lo permiten, momento de unión con el Creador.
La maravillosa Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II nos ha dejado un regalo enorme cuando profundizamos en este tema. Él explica que en la unión sexual de los esposos se vive una verdadera “liturgia de los cuerpos”. En ella, los cónyuges se expresan físicamente lo que también están realizando con el alma. En el acto conyugal se escucha el lenguaje del cuerpo tal como fue creado para ser sacramento de la persona, es decir, para manifestar de modo visible —en la carne— una realidad invisible —el alma—. Y este lenguaje está sujeto a normas objetivas puestas por el Creador, a una verdad que posee exigencias propias.
Por esto, cuando los esposos se abren a conocer esta verdad y a respetarla, viven su intimidad sexual como un momento sagrado de liturgia y oración. Esto no quiere decir que sea algo aburrido o monótono, sino todo lo contrario: implica que el gozo de la comunión se vive en el marco del amor eterno divino, que se renueva continuamente con alegría y creatividad. Los esposos se donan en la totalidad de cuerpo y alma, del mismo modo en que Cristo Esposo lo hizo por su Esposa la Iglesia en la cruz.
Aquí vemos con claridad que se trata efectivamente de una “liturgia de amor”, con sus momentos bien delimitados y su trascendencia propia. El acto conyugal es instancia de oración que los cónyuges elevan a Dios con todo su ser, agradeciendo el don recibido del amor. Es un momento sagrado, en el cual el lecho esponsal se convierte en lugar de entrega y donación. Y allí se vive un pequeño anticipo de lo que nos espera en el Cielo.
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El acto conyugal es camino de santidad porque en él los esposos se transmiten la Gracia. En el rito del sacramento del matrimonio, es la primera unión sexual de los cónyuges la que consuma el sacramento, y el medio por el cual ambos se transmiten mutuamente la Gracia. Los esposos se dirigen hacia Dios en su amor y se comunican entre sí los dones que Él les regala. “El cónyuge cristiano podrá transmitir a su amado en la sexualidad no sólo una compañía recíproca, una presencia mutua, sino también el don del Espíritu”. [2] Dios se convierte también en protagonista de la conformación del amor entre los esposos, ya que Él no es ajeno a nada de lo humano, incluida la sexualidad, que Él mismo ha creado.
Sabemos que el matrimonio constituye una vocación, en la cual cada cónyuge ayuda al otro a seguir el camino de la santidad. Esto se da a través de los numerosos actos de amor que tienen el uno hacia el otro. A esto no escapa el acto conyugal, el cual, vivido en el respeto a sus significados y a su verdad intrínseca, se convierte en ocasión de crecimiento en la santidad, ya que los esposos crecen en la virtud de la caridad, al buscar el bien del otro y al cumplir la voluntad de Dios creciendo en la amistad con él.
[1] J. Noriega, El destino del Eros, Palabra, Madrid: 2007, p. 290.
[2] J. Noriega, El destino…, cit., p. 296.