Me encanta elegir el tema de un artículo en función a la realidad que estoy viviendo. No siempre lo hago, pero disfruto mucho cuando lo alineo a un tema cercano a mí en el momento concreto en que lo redacto.
Hace unos días me encontraba en misa, muy dispersa y un poco indiferente a las palabras de la homilía. Miraba la imagen de la Cruz de san Damián frente a mí, y sólo le decía a Dios que, a pesar de que me estuviera costando prestar atención, todo lo que necesitaba era un poquito de su amor. Bastaron esas simples y únicas palabras para que se conviertan en la oración más sincera y eficaz que pude hacer en ese momento. No sé cómo, pero una vez más, Jesús me miraba como amor. Y me llenaba de su ternura, de su cariño, de todo eso que me ha regalado una y otra vez desde que decidí tomármelo en serio.
La cantidad de veces que he recibido su amor son infinitas, pero quiero hablarte de la primera vez.
Mi anhelo en la adolescencia
Mi historia personal ha sido algo compleja. Esto es algo de lo que soy más consciente ahora a mis treinta años: antes no lo comprendía del todo. En mi adolescencia, aterrizaron todas las carencias de afecto que había tenido, se hicieron más visibles y sus frutos fueron la búsqueda de cariño y aceptación. Pero esto último no terminaba de llenarme. Definitivamente, mi corazón anhelaba un amor sobrenatural, de esos que ninguna persona es capaz de dar.
El encuentro con Jesús
En esa búsqueda, Dios se me cruzó en el camino, a través de invitaciones a una parroquia, a un retiro, a una charla. Por medio de amigos que empecé a conocer. Ellos me invitaban a una adoración eucarística, a una oración comunitaria…
Jesús se me cruzó porque Él entendía la necesidad de Su amor que yo tenía. Tal vez sabía que, si no le daba a mi corazón lo que realmente necesitaba, iba a andar en esta búsqueda por años, experimentando de todo y no quedando satisfecha con nada.
El amor de Dios
Ahora yo te quiero hablar del amor de Dios. Tal vez muchos necesitamos recordar sus tres características principales.
En primer lugar, el amor de Dios es incondicional. ¿Qué quiere decir esto? Que no está condicionado a nada. ¿Te suena esa historia de que cuando te sacaste mala nota en el colegio o cuando decepcionaste en algo a tu papá sentías que te iba a dejar de querer? Pues Dios no es así, porque su amor no depende de nada de lo que tú hagas. Dice Dios en Jeremías 54, 10: “Pueden moverse las montañas y los cerros venirse abajo, más mi amor por ti no cambiará”.
En segundo lugar, el amor de Dios es eterno: Él te amó igual desde el primer minuto de vida, y lo hará hasta el último. Su amor no cambia, no se muda. Por eso leemos en los salmos (136), “su amor perdura para siempre”, y en Jeremías 31.3: “Con amor eterno te he amado”.
Además, el amor de Dios es personal: es verdad que Dios nos ama a todos, pero eso no quiere decir que nos meta a todos en un mismo saco. Dios te ama a ti, con nombre y apellido, te conoce y vales muchísimo para Él. Así, tal y como eres. Con tus defectos y virtudes, Él te ama. Ha estado pendiente de ti a lo largo de toda tu historia y por eso te conoce mejor que nadie. El libro de Jeremías (1.5) lo afirma diciendo: “.Tú me formaste en el vientre de mi madre”.
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Si logras entender esto, será mucho más fácil estar abierto a recibirlo. Si nunca lo has experimentado, anda tras él, pídelo en oración, búscalo en los sacramentos, crea espacios propicios donde puedas recibirlos, como en el santísimo, o en una oración en tu cuarto. El amor de Dios nos rescata de todo aquello que engaña a nuestro corazón con una falsa promesa de felicidad eterna.
Cómo diría santa Teresa, “Nada te turbe, nada te espante. Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”.