A medida que pasa el tiempo y empiezo a conocer más a la otra persona empiezo a descubrir que, por más buena que sea, no es perfecta. Sin duda hay cosas que me gustan, que me parecen desafiantes, o que incluso admiro, y por eso estoy con ella. Pero hay también otras que preferiría que no estuvieran. ¿Qué hacer con ellas?
Amar al otro supone reconocerlo en toda su verdad, es decir, reconocerlo tal cual es, y aceptarlo con sus cosas buenas, y también con aquellas que tal vez no lo sean tanto. Ignorar esas cosas que no me gustan o tratar de minimizarlas puede hacer que pierda de vista a la persona, y que termine estando no ya con quien es en realidad, sino con quien yo quiero que sea. No estoy con la persona, sino con la idea que me hago de ella.
Ahora bien, puedo aceptar que el otro tenga cosas que no me gustan. ¿Pero no puedo acaso intentar cambiarlas? Si me quiere, ¿no las cambiaría por mí?
¿El bien de quién busco?
Cuando amo, busco tu bien; si busco mi bien a costa tuya, no es amor. Cuando amo, busco que seas auténtico, busco que seas tú mismo; si busco controlarte, si busco que seas lo que yo quiero, no es amor. Tener esto en cuenta es importante, porque cuando entramos en el mundo de las relaciones interpersonales las fórmulas y las medidas se nos escapan de las manos. No hay un manual con instrucciones detalladas para seguir en cada caso. Pero tener en el centro el amor, es decir, la búsqueda del bien de la otra persona, ayuda a no perderse en el camino.
Más que qué puedo o no intentar cambiar del otro habría que preguntarse por el por qué. El qué tendrá que verse en cada caso, pues cada persona es un mundo. Ciertamente, como en una casa, hay paredes incómodas que se pueden tirar abajo, y otras que a lo sumo podrán pintarse de un color más agradable, pero que no se pueden tocar sin dañar la estructura. El por qué, en cambio, es menos discutible. Esto ya que una cosa es pretender que el otro cambie algo porque a mí no me gusta, y otra buscar que el otro cambie algo porque a él no le hace bien, ya sea que me guste o no. En el primer caso, en el fondo busco mi bien; en el segundo, busco lo mejor para la otra persona. «Me gustaría que mi pareja me diga más seguido que me quiere». Tal vez tengo que aceptar el hecho de que no le resulta tan fácil expresar sus sentimientos, y tengo que valorar más los momentos en los que sí lo hace; y cuando no, aprender a leer entre líneas. En cambio, que nunca diga lo que le pasa o cómo se siente hacia mí sí puede llegar a ser un problema, ya sea que esté conmigo o con otra persona.
El amor pone en el centro a la otra persona. A medida que el amor crece, la otra persona pasa a ocupar el primer lugar. Y ciertamente es válido que la persona que ame se pregunte en qué puede ayudar a la otra persona a cambiar —siempre desde su libertad y buscando lo mejor para ella—. Pero tal vez un paso más significativo se da cuando uno se examina a sí mismo en orden a ver qué puede cambiar por la otra persona. Ya no es tanto cuánto está la otra persona dispuesta a cambiar por mí, sino en qué medida estoy yo dispuesto a cambiar por ella. Este cambio de perspectiva, en la medida que pone a la otra persona en el centro, es un signo de madurez del amor.