El vestido, la iglesia, el traje del novio, las invitaciones, la comida, el salón, los souvenirs… Sé que me quedo corta, pero esta breve lista ya nos permite comentar con seguridad algo: ¡cuántas cosas se “necesitan” para una boda! Y pongo la palabra “necesitan” entre comillas, porque lo cierto es que —aunque mi marido y yo tuvimos la gracia de tenerlas— no todas estas cosas son esenciales al matrimonio. Lo esencial, en definitiva, es el amor: lo demás, evangélicamente, vendrá por añadidura, y se aceptará como un don de la Providencia de Dios.
Pero, si todas esas cosas accesorias aportan en algo, es esto: bien entendidas —es decir, cuando no las incorporamos a nuestro festejo por el sólo hecho de ostentar—, nos permiten expresar ante nuestros familiares y amigos la profunda alegría de consagrar nuestro amor a Dios. Ahora bien, entre la maraña de cosas para hacer, ¿nos hemos detenido a pensar en qué decirle a nuestro futuro cónyuge, en cómo transmitirle de manera personalísima esa alegría interior que tenemos por estar a punto de unirnos para siempre? ¿Nos hemos dado tiempo para encontrar la manera de expresarle nuestro amor de modo único, personal y perdurable en el tiempo? Aquí quiero compartirles dos momentos literarios de mis novelas románticas favoritas, en los que los personajes, olvidando lo que pasa alrededor y enfocándose en su pareja, se compenetran de modo profundo con la esencia de lo que ocurre en su boda.
Desde el punto de vista de la novia: la boda de Meg, en Mujercitas (1868), de Louisa May Alcott
Si hay una boda —y una novia, y en general, una pareja— que resulte ideal e incuestionada en Mujercitas, creo que esa es la de Meg. Maternal y práctica, Meg suele aportar a las hermanas March un buen equilibrio entre la alegría y el buen juicio. El día de su boda con John Brooke, antiguo tutor de Laurie, ella se concentra en lo más importante:
“No estaban previstas ceremonias especiales. Todo sería lo más natural y hogareño posible [..]. La novia no hizo una entrada espectacular, pero se produjo un gran silencio cuando el señor March y la joven pareja ocuparon sus lugares bajo el verde arco. La madre y las hermanas se situaron muy cerca, como si se resistiesen a dejar marchar a Meg, y el padre se le quebró la voz en más de una ocasión, lo que hizo que la ceremonia resultase más bella y solemne de lo normal. Al novio también le temblaban visiblemente las manos y no se le oyó cuando declaró su amor; en cambio, Meg miró a los ojos a su futuro marido y pronunció un «sí, quiero» tan claro y con tal ternura y seguridad en la voz y en la expresión que su madre sintió un escalofrío de emoción y todo el mundo oyó a la tía March sorber por la nariz”.
Meg, que había hecho ella misma su vestido de novia, decide que la ceremonia y la celebración sean sencillas, y en la calidez del hogar. La narración relata todo con ese encantador realismo que distingue a la novela entera —si no la han leído, ¡no dejen de hacerlo!—: el tono despojado y certero, nos permite imaginarnos perfectamente lo que está ocurriendo, e incluso suma toques de humor.
Y me llama la atención algo. Si leen entero el fragmento de la boda —que aquí no pude incluir por una cuestión de extensión—, van a notar que a lo largo de toda la preparación, y también al final del episodio, hay muchos parlamentos en los que Meg habla en discurso directo: con raya de diálogo, y con sus propias palabras. Se extiende para pedir a sus hermanas que la abracen sin importarles que se arrugue el vestido, le explica a su tía cómo va a ser la ceremonia…
Sin embargo, en el momento de la boda propiamente dicha, su voz se oye una sola vez, muy brevemente: en ese pequeño discurso directo que aparece entre comillas: «sí, acepto». Por cómo aparece en el contexto, yo creo, sin temor a equivocarme, que esto se debe a un motivo en particular. Podríamos decir “debe ser por el protocolo de la ceremonia”, claro; pero lo cierto es que la autora podría haber elegido, por ejemplo, un estilo de boda en el que los esposos se hablaran en los votos, o podría haber narrado una conversación entre ellos en otro momento. Pero yo creo que Meg no se explaya en la ceremonia, porque ese “sí, acepto”, dicho con la claridad, la ternura y la seguridad que ella infunde en su voz, y acompañado por la mirada fija en los ojos de su amado, lo dice todo. Todo, y mucho más.
Desde el punto de vista del novio: la boda de Love story (1970), de Erich Segal
Surgida inicialmente como un ejercicio de Erich Segal —un académico dedicado a las lenguas clásicas y a la literatura comparada— para analizar la forma de hablar de los estudiantes universitarios norteamericanos, esta novela marcó un hito en los años 70. Ello se acentuó gracias a la película, que salió casi al mismo tiempo, y cuyo guion también era de Segal. De hecho, en su momento la revista Time convirtió a la historia de los jóvenes Oliver y Jenny en tapa de su primera edición de 1971, con el título “El retorno del romance”.
Si bien la boda de Love story, debo aclarar, no es religiosa, este clásico de las novelas de amor contemporáneas tiene, a mi entender, algo para decirnos. Ante todo, la novela logra una narración asombrosamente llevadera, en la cual Oliver refiere los sucesos en primera persona. Por ello, al llegar al momento de la boda, hemos convivido muy de cerca con sus dudas, sus miedos, sus certezas y las etapas de su paulatino enamoramiento. Gracias a esa voz tan auténtica, se nos ha permitido experimentar muy de cerca el amor de esta pareja, de un modo muy realista. Y esa misma intimidad se expresa en su boda, en la cual cada uno debe leer un poema. Así lo relata Oliver:
Después fue mi turno. Me había resultado difícil encontrar un fragmento de poesía que pudiera leer sin ponerme colorado. Es decir, no podía pararme allí y recitar frases almibaradas. No podía. Pero una parte de la «Canción del camino abierto» de Walt Whitman, aunque muy breve, dijo todo por mí: “«¡Te entrego mi mano! Te entrego mi amor más precioso que el dinero, te entrego mi propio yo ante la plegaria o la ley. ¿Quieres darme tu yo? ¿Quieres hacer el viaje conmigo? ¿Estaremos juntos tanto tiempo como vivamos?»”.
Como ven, encontramos al principio a un Oliver que permanece dubitativo; sin embargo, gracias a la adaptación de un poema que no ha sido pensado para un contexto romántico —el planteo de Whitman originalmente es, hablando mal y pronto, más bien social y humanitario—, logra comunicar lo que siente por Jenny. Oliver toma el poema para hacer hincapié en la entrega mutua, ante todo contexto, contra todo problema. Y para siempre.
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¿Un simple y sencillo “sí, acepto”, dicho con toda la claridad y firmeza propios del amor? ¿Un poema que, tras matarnos buscando, encontramos digno de expresar lo que sentimos? Estas son apenas dos ideas literarias para pensar cómo comunicarnos con profundidad y autenticidad en el día de nuestra boda.
Es muy posible que la ceremonia no sea el lugar para hacerlo, pero no pierdas la oportunidad: enviarle una carta para la noche anterior, leerle algo en un momento de la fiesta, escribirle tu propio poema, reservar tu mensaje para la noche de bodas… Todos estos —¡y los que se te puedan ocurrir!— son medios válidos.
Lo importante es que te des un tiempo, en medio de todos los preparativos, para esforzarte en expresar tu amor del mejor modo. Para elaborar este mensaje, te invito a que te detengas en un momento de recogimiento, a contemplar la belleza y la verdad de tu amor. Por eso quise traerte estos clásicos del romance: ¡espero que mis inspiraciones literarias te resulten de ayuda!