La castidad es una virtud. Y, como cualquier otra, requiere de hábitos. Y también, de pedir que te sea concedida. Las virtudes nos permiten perfeccionarnos para ser más felices. Y justamente la castidad es esa virtud que te hace dueño de ti mismo, de tus impulsos y de tus deseos, para poder amar mejor: primero a ti mismo, y después, a los demás. Entonces, ¿qué podría salir mal?
Nuestra errada comprensión de la castidad
El problema, por supuesto, no está en la virtud en sí, sino en cómo se la percibimos: hemos llegado a entender la castidad de un manera muy deformada y poco atractiva. Quizá se debe a nuestro contexto: a raíz de una cultura en la cual el placer sexual se ha ensalzado —en la cual el sexo se ha convertido en algo que “si te apetece, debes obtener; ya sea solo, o acompañado, y sin importar con quién sea”—, la castidad nos ha parecido represiva.
La virtud del amor
¡Pero no es así! Dios no nos ha creado con una sexualidad represiva ni negacionista. Nos ha creado con una sexualidad que llama a un amor pleno: no se trata de algo que cabe bajo el paraguas de un puritanismo extremo.
Quizá si desde jóvenes nos enseñaran que la atracción sexual es algo normal, y que simplemente hay que aprender a educarla por un bien mayor, la castidad se nos mostraría como lo que realmente es: la virtud del amor.
La castidad en las distintas etapas del amor
La castidad en el noviazgo llama a la espera de la entrega sexual. Pero no con miedo a ir al infierno si te tocas, sino con la idea firme de querer quererse con respeto, entendiendo las expresiones corporales en su esencia. Entonces, aunque cueste esa espera, existe un sentido para ella. Es positivamente retador.
La castidad en el matrimonio es la virtud de los amantes. Se manifiesta a través de una entrega plena, corporal y espiritual: en las relaciones y en la espera de estas. ¡En todo!
¿Qué pasa si entendemos mal la castidad?
Una consecuencia grave de entender mal la castidad es la dificultad para vivir la entrega corporal en el matrimonio. Es erróneo vivirla con vergüenza y con exagerado pudor, y esto se da especialmente en la mujer, que vive un sexo muy afectivo. Cambiar esto lleva tiempo y paciencia, pero se puede.
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La unión sexual en el matrimonio refleja una comunión de amor semejante a la Trinitaria. ¿Por qué? Porque es el lugar pensado para que los esposos no solo se den el uno al otro con sus afectos y su espíritu: ellos también se dan uno al otro con su cuerpo, y con el regalo del placer físico que conlleva. Y este placer no es sucio, ni feo, ni culpable: es la fiesta del cuerpo que refleja la entrega de la vida.
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