El ser humano no tiene cuerpo, sino que es cuerpo; de igual modo, no tiene alma, sino que es alma. Es una única realidad de cuerpo y alma. En él se da esta unión misteriosa, en la que lo visible convive con lo invisible formando una unidad. Y entonces el ser humano es eso que veo —cuerpo— y también lo que no veo —inteligencia, voluntad, libertad, aspiraciones, sueños, recuerdos, anhelos—. Pero siempre como una unidad.
Todo lo material —incluido el cuerpo— puede ser objeto de posesión. En efecto, lo material puede ser llevado de un lado a otro, usado, encerrado, vendido, incluso destruido. Por su propia naturaleza, todas las realidades materiales tienen límites tangibles, y es en virtud de los mismos que pueden ser objeto de todos estos actos de posesión y control. Pero ello no ocurre con el alma del ser humano, con su espíritu.
El espíritu es libre. No puede ser encerrado, mucho menos vendido o destruido. Puedo encerrar a alguien en una celda, pero no puedo privarlo de su libertad interior. Puedo obligar a alguien a sostener un revólver y amenazarlo —incluso golpearlo— para que dispare, pero si no quiere hacerlo, no hay caso. Puedo obligar a alguien a decir que me admira, pero no puedo hacer que realmente surja en él esa admiración. Puedo incluso comprar un momento de compañía, pero no puedo comprar el amor. De hecho, si lo compro, no es amor.
Visible e invisible
En cuanto material, en ocasiones el cuerpo puede ser tomado como un objeto de uso, y más concretamente en el mundo de la sexualidad, como un objeto de placer. Si me niego a reconocer ese mundo invisible —espiritual— que también es parte del ser humano, éste queda reducido únicamente al valor de su cuerpo. Y si es sólo un cuerpo, si es sólo materia, nada impide que su trato sea asimilado a las reglas con las que se manipulan las cosas del mundo material. De ahí que toda proclama que afirme la infinita dignidad del ser humano y la absoluta prohibición de ser reducido a un objeto de cualquier tipo requiere el reconocimiento de esta dimensión espiritual.
Por esta dimensión espiritual, los actos corporales están cargados de un sentido más profundo, que trasciende lo meramente físico. Los actos del cuerpo son también espirituales. De ahí que a veces con el cuerpo se hable mejor que con palabras. Por eso un abrazo puede decir más que un «te extraño». Por eso una mirada puede decir más que un «te quiero». Por eso un beso quebrado por el llanto puede decir más que un «te perdono». Por eso detenerme cuando quiero avanzar puede decir más que un «te amo».
Soy una unidad de cuerpo y alma; soy cuerpo y soy alma: ambos, formando una unidad. Es en virtud de esta unión que el cuerpo puede trascender la dimensión de lo meramente físico. Pero es también en virtud de esta unión que, respecto del cuerpo, hay límites que no puedo traspasar. Esto ya que el cuerpo expresa lo que la persona es. De ahí que si no puedo tratar tu cuerpo como un objeto es porque tu persona no puede ser tratada como un objeto. Si tu cuerpo merece respeto es porque tu persona merece respeto. Si tu cuerpo no puede ser usado es porque tu persona no puede ser usada. Y, en última instancia, si tu cuerpo debe ser tratado con amor es porque tu persona ha sido hecha para el amor.