Al recibir la noticia del Tribunal Eclesiástico de que mi matrimonio se había declarado nulo, luego de una espera de meses, y después de años de pensar que mi destino era o considerarme pecador por siempre o dejar a mi actual esposa, no fue fácil asimilarlo.
Me sentía un cascarón vacío. Como si la mitad de mi vida no hubiera servido de nada. Y, al mismo tiempo, tenía una sensación de esperanza: el futuro se veía como un cuaderno en blanco.
Ni siquiera la sonrisa ilusionada de mi pareja me ayudó en aquellos momentos a entender mis emociones. Al mismo tiempo, muchos me señalaban con el dedo: “¡Pero si tuvieron dos hijos y estuvieron juntos diez años!”, “¿Cuánto pagaría?”, “¿De quién será amigo?”. Estas frases llegaron como murmullos a mis oídos en esos primeros días. Y regresaba al inicio de ese proceso.
¿Puede mi matrimonio ser nulo?
Me había acostumbrado a ese sentimiento de culpa. Con él, mi inconsciente creía protegerme de las reprimendas de la gente. Hasta que un día, en una confesión un poco más extensa sobre mi pecado recurrente (convivir con mi nueva esposa, con la que me casé por lo civil un año antes), el sacerdote me preguntó si había considerado llevar mi causa a un Tribunal de Nulidad.
Me explicó que, desde su punto de vista, estaba cargando un peso innecesario por un matrimonio inválido. De repente, esa culpa ya no tenía justificación. Los muros que había construido para evitar cualquier tipo de daño emocional se habían caído, y ahora veía una luz al final del túnel.
¿Qué debo hacer, por dónde empezar?
Lo primero fue tomarme un tiempo para reflexionar sobre cuál era el objetivo de seguir este proceso. ¿Esto arreglaría mi vida, reduciría la culpa, haría que el dolor desapareciera…? ¿O acaso quería demostrarle algo a alguien?
Me di cuenta de que había cargado con esta mochila demasiado tiempo. Una mochila que me hacía pensar que no había hecho lo suficiente por mi familia, y que rompí un sacramento.
No lo estaba haciendo por el “qué dirán”: lo hacía por mi salvación. Quería saber si estuve en una trinchera imaginaria, defendiendo una ciudad fantasma, o si en verdad estaba tomando decisiones equivocadas.
A partir de ahí, con la guía de aquel sacerdote, acudí al Tribunal y pude comenzar a entender sobre las posibles causas de nulidad. Entonces me di cuenta de que tenía un caso. Ahí me propusieron un abogado, y no me faltó ayuda para el proceso. Había esperanza.
¿Tengo que revivir esos días tan dolorosos?
Sí. Tuve que recordar cómo conocí a la madre de mis hijos. Nuestras familias eran amigas, y yo estaba destinado a ser su marido desde que nací. De las simples insinuaciones pasaron a dejarnos solos, como para propiciar que la relación arrancara.
En algunas de esas oportunidades, con la calentura de la adolescencia y las hormonas aceleradas, tuvimos encuentros sexuales. Nos conocíamos desde chicos y no puedo negar que me gustaba, pero no la amaba ni pensaba siquiera, a mis 18 años, en formar una familia.
Y llegó la noticia que hizo que me derritiera como mantequilla en el fuego: la hija de los amigos de mis padres (nunca la consideré mi novia) estaba embarazada. En ese momento todo se me vino como un tsunami: el llanto de ella, los gritos de mis padres, las amenazas de los suyos… Entre ellos fijaron fecha, y ni ella ni yo intervenimos en ninguna decisión.
Nuestros padres tenían una actitud entre ilusionada y resignada en los preparativos. Recuerdo que, minutos antes de la ceremonia, me encerré en el baño y lloré como un bebé, gritando y pataleando. Me sentía impotente. Luego me enteré de que a mi “novia” le había pasado algo similar.
A partir de ahí, siento que ese tsunami se llevó toda mi vida durante años: fue un agujero negro de borracheras, amigotes, amantes, maltratos hacia mi esposa y mis hijos. Solo me veía como una máquina de hacer dinero para cubrir las necesidades y exigencias de mi familia… Una familia que no había deseado.
Hasta que mis papás y mi hermano me sacudieron. Fui a un retiro y salí con la convicción de que no iba a tirar mi vida ni la de mi familia por el desagüe. Así que traté de recuperar el vínculo, o de construir uno de cero. Pero el daño ya estaba hecho: al otro lado sólo había frialdad y desinterés. Incluso mis hijos me daban la espalda. Llegó otra separación (una de tantas), que esta vez fue la definitiva, el divorcio, años de peleas verbales y legales.
Siglos de depresión y de sentir que les había fallado a todos y a Dios. Hasta que llegó esta mujer maravillosa, que me ayudó a sanar las heridas, y mi vida dio un giro. Incluso me apoyó para relacionarme con mis hijos de otra manera. Pero la culpa por vivir en pecado seguía ahí, hasta que el sacerdote me cambió la visión.
¿Podré sentir la misericordia de Dios en esta sentencia?
No es posible saber con certeza cómo fallará finalmente el Tribunal en una situación determinada. Y estaba consciente de esto. Sin embargo, recordaba que la misericordia de Dios es eterna, y que Él me guiaría a través de este proceso para ser capaz de seguir el camino que su Voluntad me marque.
A pesar de que creía que ni mi ex ni yo habíamos consentido casarnos de forma libre, y que no sabíamos lo que implicaba un matrimonio más que el deber de darle un hogar para crecer a nuestra hija, por nuestra inmadurez en ese momento, podía pasar que esa fuera solo mi impresión.
Tenía claro que el Defensor del Vínculo haría lo posible en el proceso para demostrar que mi matrimonio era válido, porque era parte del desarrollo de la causa. No importaba el resultado: era reconfortante saber que este proceso me haría ver el plan de Dios en mi vida, con mis hijos y con mi actual esposa. Que, si los demás me podían juzgar, él me veía con el amor de un padre que me esperaba con los brazos abiertos.
¿Podré reconstruir mi vida?
Una vez que el Tribunal falló y declaró la nulidad, hice lo posible por ignorar todas las opiniones que me rodeaban y centrarme en reconstruirme. Pero, a pesar de lo mucho que me esforzaba al inicio por conseguirlo, seguía teniendo la sensación de estar atrapado en aquel bucle infinito de vacío. El sentimiento de culpa no terminaba de irse.
Por fin pudimos unirnos con mi esposa ante Dios y vivir en gracia. Ahora entiendo que de esa circunstancia dolorosa nacieron mis dos tesoros, y que hicimos lo posible, dentro de nuestras pocas capacidades de entonces, para que crecieran saludables. Y ahora la vida es otra para todos porque entendimos esa verdad.
* * *
Esta historia es ficticia, pero está construida con elementos de muchos casos que me ha tocado acompañar. La he escrito como cierre a la serie de artículos que hablan sobre la nulidad matrimonial, de manera que se grafiquen las emociones que siente una persona que por distintas circunstancias ha tenido que vivir y sufrir estas situaciones.
La finalidad es decirle a quien pueda reconocer causales de invalidez en una unión que le está impidiendo tener relaciones saludables y bendecidas por Dios que existe una esperanza. Y llamarnos a todos como Iglesia a darle una mayor importancia a la formación, para no llegar a vivir estas tortuosas relaciones y posteriores procesos de nulidad.
Es nuestro deber pastoral guiar a las parejas para que puedan reconocer opciones a su situación, sin necesidad de recurrir a un matrimonio que pueda no llegar nunca a validarse.