Pocas veces los esposos hablan entre sí sobre la fidelidad y, cuando lo hacen, suele ser para ponerla en duda. La desconfianza y la confianza se entrecruzan en un árido valle que podemos llamar conflicto. Los hábitos de vida y el modo de pensar que predomina hoy en día no conciben la fidelidad como un valor, sino todo lo contrario. Las numerosas series y películas que presentan la infidelidad como un “llamado del corazón” y “autenticidad de los sentimientos” promueven estas conductas ya adquiridas y permeadas en nuestra mente por una contracultura del amor.
Una falsa idea del amor
A esto se suma que la sociedad actual llama amor a una condescendencia afectiva ante el primer sentimiento que se presenta. Karol Wojtyła en sus Lecciones de Lublin criticaba fuertemente esta conducta proveniente del pensador Max Scheler. Sus palabras parecen haber vaticinado lo que hoy se vive con normalidad. Advertía sobre el peligro de que el hombre sea, simplemente, el lugar donde los sentimientos se manifiestan y que dejara de ser verdadero sujeto de acción y, por ende, de responsabilidad. Explicaba, a su vez, que la persona debe responder ante los demás por lo que hace, porque la acción es producto de su voluntad, no de sus sentimientos. En otras palabras, si bien uno no produce en sí lo que siente, sí elige qué hacer con ello y, aquí está el centro de la cuestión.
La opinión general indica que la autenticidad del amor radica en “dejarse llevar” por los sentimientos, que demos libre curso como si fuésemos sólo un cauce, una tierra ahuecada por el transcurso de los años. Evidentemente esto sería bueno si la concupiscencia no existiese y si, por lo tanto, el pecado fuese imposible. Pero somos realistas y sabemos que no siempre sentimos cosas buenas.
Permitir a estos sentimientos encarnarse en acciones concretas sin que medie nuestra inteligencia y voluntad sería peligroso. Hacer las cosas y escudarnos en que lo hemos sentido así es fácil, pero se hace difícil cuando el otro aplica el mismo criterio.
¿Cómo podrá hablarse de fidelidad entonces? ¿Acaso tiene sentido una palabra tan firme en una sociedad tan fluctuante y líquida (metáforas de Z. Bauman)? Tal vez la fidelidad se haya convertido, para muchos, en un disfraz que el espíritu contemporáneo viste como quiere. Sin embargo, como todo lo referente al amor, la fidelidad tiene su significado verdadero. Y como las personas tenemos varias dimensiones que forman nuestro ser, del mismo modo a la fidelidad la debemos observar bajo distintas instancias.
Fidelidad del cuerpo
Si nosotros somos cuerpo, todo lo que demostremos con él debe ser reflejo de nuestra alma, de nuestra intencionalidad, de nuestra voluntad. Cuando se trata del amor, esto debería ser así siempre. Sin embargo, en un contexto que separa por completo alma y cuerpo, puede que nos acostumbren desde pequeños a falsear el lenguaje del cuerpo y a opacar su transparencia respecto a la totalidad de la persona que se expresa en él. Cuando hablamos de fidelidad, esto toma suma importancia.
Actualmente, vemos cada vez más a menudo que aquellos que tienen cierta influencia en la vida de las parejas, como algunos sexólogos, distinguen entre “lealtad” y “fidelidad”, escindiendo cuerpo y espíritu. “El encuentro sexual ha perdido significado y, por lo tanto, también sus interpretaciones más dramáticas. La diferencia entre la lealtad y la fidelidad es que la primera está relacionada con el vínculo afectivo de la relación; mientras que la segunda se centra en la exclusividad de la misma”, decía Santiago Frago, sexólogo y codirector de Amaltea, Instituto de Sexología y Psicoterapia, en Zaragoza[1].
Este modo de pensar reduce al hombre y a sus vínculos a un mero comportamiento, cerrando las puertas al misterio que la sexualidad implica. La frase de Frago se lee junto con la opinión difundida de las “nuevas monogamias”[2], es decir, la “apertura” sexual de la pareja. En definitiva, se propone que los esposos sean “fieles” a su promesa en el campo de la palabra, pero “libres” en las relaciones sexuales, es decir, en el ámbito de la materia, del cuerpo. Es un punto de vista que desintegra por completo la unidad sustancial de la persona. Para quien piensa así, una relación sexual fuera del matrimonio es signo de libertad y apertura. Hasta se llega a hablar de “seguridad” y “confianza”.
Es interesante preguntarse, pues, si nos encontramos en una época en que el hombre vive de forma dividida: por un lado, su espíritu, lo “importante” en el matrimonio; por otro, el cuerpo, que puede dejarse guiar por sus impulsos sexuales como acciones que no comprometen todo su ser.
Esta idea es errónea en su totalidad. Bien nos explica la Teología del Cuerpo de san Juan Pablo II que aquello que expresamos en nuestro cuerpo lo pronuncia toda nuestra persona, ya que nosotros somos nuestro cuerpo. De modo que, si engañamos a nuestro cónyuge a través de acciones que hacemos con el cuerpo, también lo engañamos con todo nuestro ser. El cuerpo tiene un lenguaje propio que expresa y debe ser coherente con nuestra interioridad. Cuando esto no sucede así, hay un quiebre en la persona y en la verdad de la acción.
Fidelidad del pensamiento
Ya vimos la importancia que tiene el cuerpo en la fidelidad del matrimonio. Y, como somos una integridad, también sabemos que nuestros pensamientos nos hacen ser fieles o no. La situación más obvia en la cual se estaría faltando al cónyuge es cuando se tienen reflexiones recurrentes sobre otra persona que nos agrada en alguna de sus diversas dimensiones, ya sea en lo físico, en lo afectivo o en lo social.
Es cierto que no podemos elegir algunas de las ideas que vienen a nuestra cabeza, pero sí podemos decidir qué hacer con ellas. Si nos deleitamos en aquella imagen que se nos presenta y nos abrimos a una infinidad de fantasías con ella, estamos siendo infieles con el pensamiento de forma libre y deliberada. En cambio, si viene a nuestra mente una idea que sabemos objetivamente que daña el vínculo de amor con quien prometimos amarnos para toda la vida y firmemente la rechazamos y nos concentramos en otra cosa, estamos siendo fieles a pesar de la tentación. No hemos sucumbido a ella.
Podemos preguntarnos cuánto espacio ocupa quien amamos en nuestra mente. Por ejemplo, si cuando no estamos en su presencia nuestros deseos e intenciones se dirigen, de todos modos, a su persona. Esto ocurre al pensar en algo que tenemos para contarle al llegar a casa, al tener en cuenta qué le gustaría para comprarle en el supermercado, o al considerar sus necesidades antes de tomar una decisión frente a otros.
Fidelidad del corazón
Aquí hablamos de los afectos, de aquello que deseamos y amamos. Jesús nos dijo: “Allí donde esté tu tesoro estará tu corazón” (Mt. 6, 21). La persona a quien hemos entregado toda nuestra vida debería ocupar un espacio privilegiado en nuestro corazón. En esto también se juega la fidelidad. ¿Cómo saber quién o qué está llenando nuestros afectos? Lo sabremos porque hacia esa persona/actividad estarán orientadas la mayoría de nuestras acciones concretas y de nuestro tiempo.
Por ejemplo, si usamos gran parte de nuestras horas de trabajo buscando complacer a tal compañero o compañera y todo lo que hacemos nos remite a esa persona, significa que alguien que no es nuestro cónyuge está en el centro de nuestro corazón. Así sucede también con los pensamientos impuros, como dice Jesús en Mt. 5, 28, que sólo con desear a alguien que no sea nuestro cónyuge ya estamos cometiendo adulterio en el corazón. ¿Por qué? Porque, como ya hemos visto, somos una integridad.
Incluso, puede suceder con ciertas actividades o hobbies, por muy nobles que sean. Cuando éstas se convierten en el punto central de nuestra existencia y la gran parte de nuestra energía, tiempo libre, acciones concretas y afecto van destinados a esto, estamos faltando a la fidelidad matrimonial. ¿Por qué? Porque cuando decidimos donarnos para siempre a alguien frente al altar, estamos donando no sólo el cuerpo, sino también nuestro afecto, tiempo, dedicación, actos concretos de amor. Se trata de una vida compartida de modo integral, no solamente de compartir lo que sucede en la esfera de lo sexual.
Claro está que es muy sano que los esposos tengan cada uno sus actividades sociales, comunitarias, hobbies, etc. Pero estos deben estar presentes en su justa medida, como algo accesorio, no como algo central que pasa a ocupar el lugar privilegiado de nuestra existencia. Porque cuando sucede esto, la donación que hacemos a quien prometimos amar en totalidad se vuelve fracturada, parcial, incompleta. Es decir, dejamos de darle todo el amor, atención, tiempo y cuidado que se merece.
El deseo natural de un verdadero amor
Si bien no pensamos que se trate de un debate religioso, notamos que la falta de brújula pierde a cualquiera y hace tropezar con la misma piedra dos veces. El ataque contemporáneo de la fidelidad como un estamento anticuado y necesitado de “actualización”, hace que nos preguntemos: ¿hasta dónde llegaremos o podremos soportar? ¿Es que acaso el hombre no siente la incomodidad de aquel amor libre que atenta contra la natural fidelidad?
Nos parece que la “incomodidad” que se despierta en aquel que vive la “relación libre” se debe a un claro deseo natural del verdadero amor. No existe alma alguna que no sienta el celo por lo más preciado. El amor matrimonial nace como exclusividad: «mi esposa…mi esposo». Las palabras litúrgicas coronan lo natural llevándolo hacia una perfección que supera a ambos esposos y que les es posible alcanzar por la gracia de los méritos de Cristo, perfecto Esposo. Las alianzas que se intercambian son un símbolo que suena “como un cántico entonado por todas las cuerdas del corazón”[3].
La fidelidad no se trata de un pacto afectivo o espiritual, sino de un pacto personal. El hombre es una integridad. Tanto su cuerpo como su alma dicen unidad bajo el mismo nombre propio. Nombre que remarca la individualidad para dar lugar a la donación de uno mismo, materia de la fidelidad. Esta se muestra como una sinceridad del espíritu humano que busca pertenencia. Los hijos mismos necesitan de este baluarte para crecer con seguridad.
Un amor para siempre
T. Styczeń proponía que la libre negación de la verdad del yo, que en este caso ansía la exclusividad del otro, pone en riesgo a todo el hombre. De hecho, pregunta: “¿Es posible pensar una mayor esclavitud que la auto-esclavitud que es el efecto de esta auto-hipocresía?”[4]. Evidentemente la mentira a uno mismo provoca la pérdida de sí e imposibilita al hombre reconocerse en la acción. Poniendo en peligro la fidelidad, arriesga su deseo de pertenencia íntegra y su posible amor propio. Esto se debe a que en definitiva no puede amarse porque no se reconoce en esta misma vivencia como lo que desea ser.
Para que sea posible un amor «para siempre» debemos reconocer que la única potencia que nos libera de la esclavitud del fluctuante oleaje de la pura emocionalidad es la fuerza de la verdad. El amor tiene una verdad que fue inscrita en nuestro corazón y en nuestro cuerpo desde el primer momento de nuestra existencia. Se trata de una verdad que nos supera porque no nos la dimos a nosotros mismos, sino que nos fue dada por el Creador. A su vez, nos trasciende por completo porque nos llama a colmar los anhelos más profundos del alma a imagen de Cristo, quien es Camino, Verdad y Vida[5]. Por este motivo, antes mencionamos la importancia de la gracia. Sólo en Cristo, verdadero Esposo, el hombre y la mujer encuentran el modelo que autentifica su vivencia ética y les permite obrar en la Verdad.
Basta con recordar como a lo largo de toda la Sagrada Escritura la fidelidad de Dios se mantiene incólume ante la apostasía y prostitución de su pueblo, como recriminaban los profetas. Por esa misma fidelidad, en espíritu y cuerpo, Cristo se hace carne. No es algo que se vive en la esfera afectiva, sino en el hombre entero, de donde el amor toma su “sabor”[6] y principio de donación recíproca. En definitiva, la fidelidad de Dios por su pueblo salvó el mundo de la muerte del pecado por la renovación de la carne del hombre en la Encarnación, otorgándole el sacramento del Matrimonio como posibilidad de vivir esta misma fidelidad como signo de salvación para todos los hombres. Los esposos estamos llamados a dar testimonio del amor fiel que salva.
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[1] La frase es tomada del periódico El País: https://elpais.com/estilo-de-vida/2023-02-12/y-si-valorasemos-la-lealtad-y-no-tanto-la-fidelidad-en-las-relaciones-de-pareja.html (11/08/2023)
[2] Como se observar en un estudio publicado en 2015 por el Journal of Sex Research. Puede verse la nota que lo menciona en el diario Infobae: https://www.infobae.com/tendencias/2018/10/05/nuevas-monogamias-existe-realmente-la-fidelidad-sin-exclusividad-sexual/ (11/08/2023)
[3] K. Wojtyła, La bottega dell’orefice, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2013, 37 (trad. pr.).
[4] T. Styczeń, Comprendere l’uomo. La visione antropológica di Karol Wojtyła, Lateran Univerity Press, Roma 2005, 34 (trad. pr.).
[5] Jn. 14, 6.
[6] K. Wojtyła, La bottega dell’orefice, cit., 48.