Frente a la posibilidad de cualquier placer sexual desordenado, Carlos aguanta, contiene, se vi
Frente a la posibilidad de cualquier placer sexual desordenado, Carlos aguanta, contiene, se violenta, se dice «no«; y por eso no es casto. Carlos ha llenado de prohibiciones su vida sexual, y por eso no practica la virtud de la castidad, aunque cree que lo hace. Carlos vive su sexualidad de manera represiva, y por eso la vive mal. ¿Por qué?
Ese apetito concupiscible
En materia de sexualidad, la dimensión sensitiva del hombre tiene un movimiento propio. Todos experimentamos que hay algo —Santo Tomás lo llama «apetito concupiscible«— que nos inclina hacia lo que nos genera placer. Y dado que los bienes relativos a la sexualidad son muy buenos —y, en consecuencia, son los más placenteros a nivel físico— sentimos por ellos una gran atracción. Si son tan buenos, ¿por qué no seguirlos espontáneamente?
El problema es que el apetito concupiscible —fuente de esta clase de deseos— está desordenado. Busca lo que le conviene sólo a él y nada más que él, olvidándose de la persona en su totalidad. Pongamos un ejemplo. Carlos conoce a Sabrina, la novia de su mejor amigo Juan. Por esas razones que uno no sabe Sabrina le genera a Carlos una fuerte atracción física: cada vez que la ve, el apetito concupiscible le dice: «ataca«. Si Carlos intenta y llega a tener algo con Sabrina, seguramente su apetito concupiscible estará muy contento, pero Carlos habrá perdido a su mejor amigo. En el fondo, seguir irreflexivamente sus deseos le dará una satisfacción momentánea, pero no lo ayudará a ser más feliz.
Imaginemos que el apetito concupiscible es una manguera que tiene la boquilla rota y tira agua para todos lados. ¿Qué es la virtud de la castidad? Una boquilla nueva que se le pone a la manguera para que tire agua en una sola dirección. ¿Quién le marca esa dirección? Santo Tomás dice que la razón. ¿Y cuál es esa dirección a la que la razón ordena todos estos deseos? Karol Wojtyla —Juan Pablo II— dice: el amor.
Castidad: ordenada al amor
En efecto, todos los deseos que el hombre experimenta en materia sexual están llamados a ser insumos para el amor, a nutrir el amor, a hacerlo nacer y hacerlo más fuerte. Pero claro, si la boquilla de la manguera está rota, los deseos salen en todas direcciones y con poca fuerza: no llegan muy lejos, no llegan al amor. En cambio, con la boquilla de la virtud de la castidad —suena horrible, lo sé—, con el orden que les da ésta, esos deseos, lejos de perder fuerza, la concentran en una sola dirección, y por eso llegan más lejos: pueden nutrir el amor.
Nótese que la virtud de la castidad no anula estos deseos: los ordena de manera tal que no irrumpan violentamente y no inhabiliten la razón. Pero ordena, no reprime. Reprimir implicaría tapar la manguera sin cerrar la canilla, con lo cual la cosa termina por explotar en algún momento. La castidad no es un «no«, sino un «sí«: un sí al amor.
Así, uno no es casto simplemente por no tener relaciones sexuales o escaparle a estos placeres, porque lo que puede estar detrás es una actitud represiva, que en el fondo genera frustración. En cambio, quien tiene la virtud de la castidad es aquel que se encuentra interiormente mejor dispuesto para amar. Así definimos la castidad.
Cómo se adquiere esta virtud
Evidentemente, esto es progresivo, y no se da de la noche a la mañana. En efecto, como toda virtud, la castidad se aprende, pero no se aprende leyendo libros, sino ejercitándola. ¿Y cómo se ejercita? ¿Cómo se adquiere? Mediante elecciones libres ordenadas al amor. La primera vez se puede hacer difícil, pero como toda virtud, la castidad es un hábito, y el hábito va adquiriendo vigor mediante la repetición de actos libres. Así, de tanto elegir el amor, la ordenación de los deseos al amor se va haciendo cada vez de manera más rápida y fácil, y se hace encontrando en ello cierta satisfacción. ¿Qué satisfacción? La de sentirse pleno, dueño de uno mismo.
¿Pero cómo elijo el amor? Pongamos algunos ejemplos. Me abstengo de ver pornografía porque elijo el amor: prefiero ver a otra persona como un alguien para amar y no como un algo para usar. Me abstengo de tener relaciones sexuales con cualquiera porque elijo el amor: prefiero hacerlo con alguien con quien me he comprometido para toda la vida en el marco del amor —esto es, en el matrimonio—. Me abstengo de mirarte o de tocarte de cualquier manera porque elijo el amor: prefiero buscar tu bien antes que sólo el placer. Y en la medida que el «sí» se hace constante y empieza a ser el tono dominante de todos los ámbitos de mi vida, empiezo a vivir de manera plena esta virtud. En el fondo, la castidad no reprime sino libera: te hace libre para amar.
*Publicado en el blog de la SITA Joven.