Como alternativas a la «tradicional» monogamia se habla hoy de relaciones abiertas o de poliamor. Si bien para algunos no son lo mismo, ambas tienen como punto de partida el común acuerdo de los involucrados en la relación. En las relaciones abiertas se contempla la posibilidad de que cualquiera de los miembros de la pareja pueda tener encuentros sexuales —de manera ocasional o estable— con otras personas. Que cada uno le cuente a su pareja lo que hace depende del acuerdo que se tenga. Por su parte, el poliamor sumaría a lo sexual la dimensión afectiva. Así, se estaría de acuerdo en que cualquiera de los miembros de la pareja pueda tener relaciones amorosas paralelas con otras personas. Y el poliamor es tan flexible que permite incluso la posibilidad de incorporar más personas a una misma relación. De esta manera, ya no son dos los que están juntos, sino tres o más.
Para muchos de los que promueven las relaciones abiertas o el poliamor no se trata de despreciar la monogamia, sino de reconocer que hay muchas formas de amar. Así, la monogamia sería una opción más, una manera —entre otras— de encarar una relación, y todas tendrían el mismo valor.
A la luz del amor
Es cierto que el amor puede expresarse de muchas maneras, pero es cierto también que esa multiplicidad debe tener un denominador común —por algo todas son amor—. Ese denominador común lo encontramos en la búsqueda del bien del otro. Cuando amo a alguien, quiero lo mejor para esa persona, busco su bien. Y así, puedo amar a mis amigos, a mi familia o a mi pareja. Ahora bien, cuando se trata del amor de pareja, esa búsqueda del bien del otro adquiere una dimensión más profunda y radical: toma la forma de un amor de donación. «Busco tanto tu bien que te entrego lo mejor que tengo: me entrego yo mismo.» Amar es darse, entregarse a la persona amada.
El entregarse a la persona amada es algo que se da progresivamente. En efecto, en la medida que uno se va involucrando en una relación, va poniendo cada vez más en juego su propia vida, va poniendo más en juego su propia realidad personal en pos de la búsqueda del bien y la felicidad de la otra persona. Es una entrega que poco a poco se va haciendo total. Y aquí lo interesante: si trato de entregarme a más de uno, eso que las otras personas reciben nunca será el yo completo. Si guardo algo para darle a otro nunca me entrego de manera total. De ahí que una entrega total me tensiona necesariamente hacia una sola persona. La entrega total en el marco del amor sólo es posible en una relación exclusiva de a dos.
Frente a esto, alguien podrá objetar que muchos amores «totales» pueden darse juntos. Por ejemplo, uno puede amar a su pareja y amar a sus hijos, y un amor no hace que el otro decrezca. Esto es cierto, pero se da precisamente porque el amor a la pareja y el amor a los hijos se encuentran en registros diferentes. En efecto, en ambos se busca el bien de la otra persona, y uno ciertamente puede entregarse por sus hijos, pero no en el mismo sentido que lo hace con su pareja. Por ejemplo, la entrega propia del amor a los hijos no se expresa adecuadamente con la expresión «soy tuyo» o «soy tuya», que sí encuentra un sentido más pleno en el amor de pareja. Nadie le dice «soy tuya y eres mío» —o viceversa— a alguno de sus hijos. Y es precisamente porque no están en el mismo registro que estos dos amores no colisionan. En cambio, el poliamor y el amor exclusivo de a dos si lo están, y por eso se excluyen. Donde hay poliamor o relaciones abiertas no hay una entrega total.
Dos que son uno
Lo propio del amor de pareja es un amor de donación. «Me entrego a ti, al mismo tiempo que recibo el don que me haces de ti». De ahí que el amor me une a la otra persona, al punto de que poco a poco dejo de pertenecerme a mí mismo, y le empiezo a pertenecer a mi pareja; igual ella respecto de mí. Pero no se trata de un pertenecerse mutuamente como podría hacerse con un objeto. Cada uno le «pertenece» al otro no para ser usado, sino para ser amado. Me entrego y recibo al otro como sujeto de amor. Entrega y recepción total.
Una entrega que es total une en un sentido más que metafórico. En efecto, en la medida que la entrega mutua es total, se va gestando una unión tal que esos que son dos empiezan a ser uno. Y entonces, me alegro con las alegrías de mi pareja como si fueran las mías, y sufro en carne propia los males que le acontecen. Y entonces, sus metas empiezan a ser también las mías; y las mías las de mi pareja. Y entonces, buscamos juntos sus sueños —y también los míos—, que empiezan a ser ahora de los dos. Y entonces, en la medida que vamos siendo como uno, somos celosos de todo aquello que pueda atentar contra esa unión. Los celos —los justificados, no los enfermizos— se nutren del amor, y son saludables y necesarios en orden a preservar dicha unión. Los celos sanos dan la medida del amor.
¿Podría compartir mi pareja con otra persona? ¿Podría consentir que tenga encuentros sexuales o una relación amorosa con otros? Si mi respuesta es positiva, no me he entregado tanto a mi pareja ni ella a mí, no me he comprometido del todo, no le he abierto realmente mi mundo interior y la he dejado entrar implicándola hasta el fondo en mi vida. Muchas relaciones abiertas o que practican el poliamor se jactan de haber superado los celos. ¿Cómo se superan? Diluyendo el amor, quitándole profundidad, llamando amor a algo que no llega a ser ni su sombra.
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