Últimamente siento que hablo de una forma políticamente muy incorrecta. Me consta que no soy la única a la que esto le supone cierto apuro, miedo de ser tachado de extremista o ser dejado de lado. La verdad es que eso nos debería dar igual, cuando lo que deseamos es enseñar un tesoro que “la sociedad” se empeña en esconder —por motivos varios; pienso en algunos demasiado antiguos: el desconocimiento, el dinero el poder…—.
Desde hace ya varios años vengo viendo una corriente cada vez más fuerte que lleva en su pancarta este lema: “Mastúrbate y verás qué bien”. Todo tipo de artilugios dirigidos a todo tipo de personas: casadas o solteras. Curiosamente, no he conocido hasta ahora a nadie a quien eso le haya hecho sentirse más feliz de verdad.
Esclavos del deseo
La masturbación en sí misma sirve para obtener un placer momentáneo. Y como todo lo que caracteriza a la búsqueda de placeres momentáneos, lo que se obtiene es una insatisfacción tremenda, y quizá un desconcierto al sentir un vacío posterior.
No podemos negar que el placer sexual es uno de los más fuertes que existen. De ahí que el deseo sexual no se deje educar tan fácilmente, de ahí que el deseo sexual desordenado constituya una de las mayores esclavitudes: el placer te llama a un placer mayor, interminablemente y sin capacidad de colmar.
Hace poco hablaba con jóvenes sobre esto, y acabábamos estando todos de acuerdo: una persona que es esclava de su deseo sexual es una persona fácilmente manipulable, le falta la libertad de actuar por un bien mayor, y la espera o la falta de placer sexual se le puede convertir en algo enormemente arduo.
El mito de la “receta mágica”
Flaco favor nos hacen cuando se nos vende la masturbación como una salida a nuestros problemas, como una receta mágica ante una mal trabajada compatibilidad sexual en el matrimonio. Ciertamente, podría ser una especie de liberación de tensiones en solitario, pero al mismo tiempo es el secreto para romper la intimidad conyugal.
El verdadero sentido del deseo
El deseo sexual tiene sentido, no porque lleve implícito un placer físico, sino porque es una llamada a la unión plena con otro. El deseo sexual esconde una promesa de felicidad verdadera: el sexo es parte de la entrega a otro.
Ahora bien, cuando convertimos ese placer en un fin en sí mismo, la realidad es que nos estamos incapacitando para entregar nuestra persona entera. Y, por lo tanto, nos estamos inhabilitando para amar en la verdad.
De ahí que sea tan importante educar nuestros impulsos, encauzarlos por el camino que nos lleva a ser más plenos, aunque ese camino no está exento de exigencia. ¿A quién no le cuesta nada de lo que hace cada día?
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En sí mismo, el placer sexual es maravilloso, ¡es querido por Dios! Si fuera malo, no tendría sentido que Dios lo hubiera creado. Justamente, el sentido que Él quiso fue que ese placer fuera un regalo, un don, un fruto de la entrega corporal, que está mostrando la entrega de la vida en el matrimonio.
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