Últimamente, gran parte de la humanidad se ha visto arrastrada por una acelerada migración hacia lo digital. Actividades en las que sólo en experimentos mentales prescindíamos de lo presencial, de la noche a la mañana, han pasado a hacerse exclusivamente a través de una pantalla. ¿Es que acaso todos los aspectos de la vida del ser humano pueden trasladarse a un escenario digital? ¿Qué hay del amor? ¿Y qué hay de una experiencia tan íntima como una relación sexual?
La experiencia digital
La realidad “no-digital” siempre es inagotable. En cambio, la agilidad que requiere el funcionamiento ordinario del mundo digital implica que este deba expresarse en un formato comprimido. Por ejemplo, a una persona que tengo al frente —cara a cara en sentido literal—, puedo hacerle zoom de manera “ilimitada” y nunca se pixelea. La cara da paso a los tejidos, los tejidos a las células, las células a las moléculas, éstas a los átomos, etc. Pero manejar este nivel de detalle es imposible en un contexto digital. Una foto con tan alta resolución sería demasiado pesada y, por lo tanto, poco funcional.
Lo digital, por naturaleza, lleva a cabo un registro “discontinuo” del mundo. No lo reproduce en toda su complejidad, sino que registra lo estrictamente necesario para que ese mundo aparezca frente a nosotros como “real”. ¿Por qué una canción en formato mp3 es tan ligera? Porque elimina todos los sonidos imperceptibles al oído humano, pero que sí están presentes en una sala de grabación. Es más, no registra el sonido de una manera continua, sino que lo hace a saltos, con los intervalos mínimos requeridos para que nuestro oído perciba esas notas separadas como una unidad. De manera similar, basta que una acción sea grabada a 30 fotogramas por segundo para que ya sea percibida por el ojo humano como un movimiento continuado.
Esto constituye un límite para el mundo digital. No lo planteo como una crítica, sino como una realidad. Por más que el mundo digital sea una extensión del mundo real, siempre habrá una experiencia “no digital” que, en última instancia, será insustituible. Por más buena definición que tenga una videollamada, o por más real que sea un holograma, nunca podrán competir con una experiencia proporcionada por alguien “de carne y hueso”. No quiero decir con esto que una videollamada o un holograma no me proporcionen una experiencia real. Lo hacen, aunque en un registro diferente. Lo que sí me parece importante destacar es que, por más que lo digital se presente como una extensión del mundo real —y no hay nada malo en eso—, difícilmente podrá tener una preeminencia absoluta.
Amor en un contexto digital
Hay muchas realidades humanas en las que el contacto físico se presenta como una condición indispensable. Sin lugar a dudas, una de ellas es el amor. Testigo de esto son las muchas parejas que, de la noche a la mañana, han visto cómo su relación se convirtió en una “relación a distancia” a causa de la cuarentena. Abundan los mensajes, las videollamadas, o las sesiones de Netflix Party. Pero la ausencia física del otro se hace sentir incluso en aquellas parejas en las que las demostraciones de afecto tal vez no eran tan comunes.
Frente a esta situación, en algunos contextos, se ha propuesto el sexo virtual como una alternativa para evitar contagios. Si bien se lo denomina “sexo”, es indiscutible que lo que se vive en un encuentro de este tipo no es más que una expresión mínima de lo que se da en la “modalidad presencial”. Por más creativa que sea la pareja, nada de lo que se haga puede llegar a suplir la ausencia física del otro. Sin duda una relación sexual es una práctica en la que el cuerpo “de carne y hueso” termina siendo insustituible.
Más que un ‘asunto de cuerpos’
Una relación sexual está llamada a ser mucho más que un ‘asunto de cuerpos’. Ciertamente, el cuerpo se pone en juego al tope de su capacidad; sin embargo, la relación sexual despliega todo su auténtico potencial cuando se la vive de un modo que trasciende lo estrictamente físico. Una relación sexual está llamada a ser, por encima de todo, un encuentro personal. Es decir, un ámbito en el que el centro de gravedad no está puesto en el cuerpo, sino en ese mundo interior —sentimientos, sueños, creencias, alegrías, miedos— que se despliega al poner en juego el cuerpo. En el cuerpo, lo invisible se hace tangible.
Ese “complejo todo” que es la persona —unidad de cuerpo y alma; realidad física y mundo interior—, ¿cómo expresarlo en un código binario? Si acaso una relación sexual física es insustituible, no lo es sólo por la imposibilidad de reproducir digitalmente la experiencia del contacto con un cuerpo. Aun cuando esto fuera posible, resulta todavía más dificultoso garantizar para la pareja la posibilidad de una auténtica experiencia de comunión —común-unión— interior.
¿Y si se vive la experiencia sexual solamente como un ‘asunto de cuerpos’? En ese caso, tal vez el sexo virtual pueda verse como una alternativa a explorar. Después de todo, al reducir a la persona sólo a la dimensión de lo físico, es mucho menos lo que importa que se transmita en tiempo real. Una pena. Sin embargo, para quienes pretendan vivir la relación sexual como un encuentro personal, la propuesta de sexo virtual termina siendo poca cosa.