El mes de la solemnidad de Todos los Santos (1º de noviembre) nos parece una oportunidad para reflexionar sobre el vínculo entre amor, matrimonio, sexualidad y santidad. Siempre hemos afirmado que el matrimonio es un camino de santidad, pero a veces en lo cotidiano puede que esta realidad pase desapercibida para la mayoría de las personas. Por este motivo, vamos a pensar más profundamente en esto.
La santidad también es para matrimonios
A menudo pensamos que ser santos es una cuestión que sólo atañe a sacerdotes y religiosos. Tal vez sea porque la mayoría de los santos y los más conocidos eran personas consagradas totalmente a Dios. Sin embargo, la Iglesia nos ha regalado también modelos de santos esposos que nos enseñan con enorme riqueza que la santidad también se construye al entregarse completamente a otro, al ser co-creadores con Dios recibiendo las nuevas vidas que nos dona, al criar con amor y respeto y, sobre todo, al construir la familia sobre la roca firme de la Fe.
La vida familiar está llena de continuas entregas al otro. Es un darse por amor continuamente, tanto entre los esposos como hacia los hijos y demás miembros de la comunidad familiar. San Juan Pablo II decía que la familia es la cuna del amor, el lugar privilegiado donde se nos da a conocer y se experimenta por primera vez el Amor.
En el hogar nos hacemos capaces de amar al prójimo y a Dios, y estas dos acciones son el fundamento de la santidad. Si bien el arquetipo de esposos son Jesús y su Iglesia (Efesios 5), los modelos que nos muestran que este camino es real y posible son varios.
Algunos ejemplos concretos
En primer lugar, dirigimos nuestra mirada a la Sagrada Familia de Nazareth. No es casual que Dios haya querido hacerse hombre en el seno de una familia, dando a sus padres María y José la gracia de ser santos junto a Él. Sabemos que ellos son el gran modelo de santidad familiar al cual todos los matrimonios estamos llamados.
Hay otros esposos que también están en los altares cuyas vidas iluminan nuestro caminar. Algunos de ellos son: Santos Joaquín y Ana (abuelos de Jesús), Santos Áquila y Priscila (mártires colaboradores del apóstol Pablo), Santos Giordano y Silvia (padres de San Gregorio Magno), Santos Louis Martin y Marie Zélie Guérin (padres de Santa Teresita del Niño Jesús) y Santos Luiggi y Maria Beltrame Quattrochi.
Diferencia sexual como imagen de Dios
La maravillosa Teología del Cuerpo que San Juan Pablo II nos dejó en herencia nos enseña que la imagen y semejanza de Dios con la que fuimos creados radica también en el misterio de nuestra naturaleza sexuada. Esto se debe a que es la sexualidad la fuerza interior que nos impulsa a salir de nosotros mismos para entrar en comunión con otro. Dios es comunión trinitaria de personas y ha querido lo mismo para nosotros: que seamos seres capaces de entrar en relación con los demás.
La sexualidad humana es un regalo que el Creador nos da para que podamos donarnos por completo a alguien y llegar, así, a una vida plena y feliz. El sacerdote y profesor español José Noriega lo explica muy bien en su libro El destino del Eros: “En la sexualidad se revela el enigma del hombre, su misterio”. Podemos observar cómo a través de ella se nos hace presente la vivencia de la trascendencia. Nos muestra que no nos bastamos a nosotros a mismos sino que estamos llamados a algo más grande y más pleno de lo que podemos experimentar con el cuerpo y con las emociones.
La sexualidad nos habla de esa sed continua e inagotable que busca saciarse con lo eterno. El mismo amor que entre varón y mujer ansía fuertemente ese “para siempre”, esa pertenencia mutua que desea sentirse eternamente. La sexualidad nos exige esa búsqueda de plenitud que sólo hayamos en Dios justamente porque es ahí donde tiene su origen.
Nuestra diferencia sexual y nuestra capacidad de amar fueron creadas por Dios y hacia Él es a donde nos llevan. Es un gran error cuando la sexualidad se ve en oposición a lo religioso o a Dios. Esto sucede en la mayoría de los jóvenes tanto dentro como fuera de la Iglesia. ¿Por qué queremos dejar a Dios afuera de su propia obra? La sexualidad y toda su dinámica fue creada por Dios, por lo tanto, es buena y querida a sus ojos para nosotros. La clave está en saber leer el modo en que ésta debe ser vivida para conducirnos a la felicidad.
Sexualidad como medio de santificación
Siempre decimos que nuestro Padre Creador no abandona a sus creaturas. Él nos da el enorme regalo de la sexualidad y nos enseña cómo debemos vivirla. ¿Cómo nos enseña? En primer lugar, nos lo dice a través de nuestro cuerpo. El cuerpo del varón y de la mujer posee un lenguaje propio que nos conduce a una verdad sobre nosotros mismos que nos excede.
No fuimos nosotros quienes nos creamos ni quienes diseñamos nuestra anatomía. Es decir, el cuerpo que somos, sea masculino o femenino, nos fue dado y posee una verdad propia. Saber leer este lenguaje y ser fieles a lo que nos dice es el primer paso para un conocimiento de la sexualidad.
En segundo lugar, tenemos que escuchar con sinceridad el llamado de trascendencia y plenitud que hay en nuestro corazón. Dios ha puesto en el corazón de cada persona ese ferviente deseo de eternidad y de búsqueda del bien que debe orientar nuestras acciones. Finalmente, quienes somos creyentes, tenemos el tesoro de la Revelación en la sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia, a través de la cual Dios nos muestra el camino para una vida en plenitud. La santidad radica en integrar estas tres dimensiones. Y como el tema que nos ocupa es la sexualidad, afirmamos que para que la vivencia de ésta sea acorde al plan de felicidad que Dios tiene para nosotros, debemos también vivirla según los puntos anteriores.
Pero aquí surge la pregunta principal, ¿puede la vivencia de la sexualidad santificarnos? La respuesta es ¡sí! Cualquiera sea nuestro estado de vida, solteros, consagrados, sacerdotes o casados, el modo en que vivimos nuestro ser sexuado puede ayudarnos en el camino de la santidad. Esto es así porque la sexualidad no es una simple dimensión más de la persona, sino que es un elemento constitutivo transversal a todas las dimensiones. La sexualidad es algo tan intrínseco y profundo que posee una importancia indudable en nuestra vida.
Sexualidad como medio de santificación en el matrimonio
Centrándonos en la vocación al matrimonio, que tiene su fuente misma en la diferencia sexual, cuando decimos que el matrimonio es un camino de santidad la vivencia de la sexualidad se torna en una vía de santificación mutua. Los esposos viven su sexualidad en las tareas cotidianas, es sus alegrías y momentos compartidos, en sus muestras de afecto.
Con claridad el momento más perfecto de esta vivencia es en el acto conyugal, a través del cual los esposos se transmiten de modo especial la gracia del sacramento. Estos momentos íntima unión de los cuerpos y de las almas de los esposos son sagrados, como nos enseña el Cantar de los Cantares y el libro de Tobías. Cuando el acto conyugal es vivido de modo fiel a su verdad y respetando sus significados de unión y de apertura a la vida se convierte en un momento de oración que los esposos entregan a Dios.
En el acto conyugal los esposos se hacen santos a través de su entrega total y fiel al otro, con su expresión de amor y con la acogida de la otra persona. Los esposos se entregan mutuamente como sacrificio que es bueno a los ojos de Dios y participan con el gozo del cuerpo y del alma del anticipo del Cielo que Dios tiene preparado para quienes se unen a Su Voluntad.
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San Juan Pablo II, comentando Humanae Vitae de San Pablo VI, nos dice que los esposos deben buscar leer el acto conyugal en su «íntima estructura», es decir según la Voluntad del Creador instaurada en el mismo (Cf. audiencia general del 11 de julio de 1984). Se entiende, por lo tanto, que dicha unión posee una bondad intrínseca, la cual, siendo participada por lo esposos, les permite unirse a la Ley Eterna que la regula, es decir, ingresar en el Lógos. Esto es precisamente la santidad, por la que nuestro santo polaco proclamaba en Piazza San Pietro: “…la vida conyugal viene a ser, en algún sentido, liturgia” (audiencia general del 4 de julio de 1984, 6). Así es hermanos en Cristo, amar al cónyuge es reconocer que cada acción, por sencilla que parezca y, aún más, el acto conyugal, son liturgia, «liturgia conyugal y familiar».
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