Giovanni Pico della Mirandola fue un pensador renacentista que reflexionó mucho sobre la dignidad del ser humano. Él decía que el ser humano había sido puesto en el centro del universo —debajo de las creaturas espirituales, pero sobre las terrenales—, aunque sin un puesto fijo. No tenía un lugar fijo para que él, en atención a su libertad, eligiera su lugar. Era un camaleón que podía abajarse hasta la más inferior de las bestias y convertirse en una de ellas, o elevarse a las alturas de los ángeles, e incluso hacerse uno con la divinidad.
Claramente, lo de Pico della Mirandola es más bien metafórico, pues el ser humano no puede abandonar su puesto y dejar de ser lo que es para convertirse en otra cosa. Haga lo que haga, seguirá siendo un ser humano. Sin embargo, no deja de ser interesante el rol que este pensador le atribuye la libertad, y hay ahí una intuición que vale la pena desarrollar.
El ejercicio de mi libertad me transforma. Ciertamente, no cambia mi naturaleza, pues haga lo que haga no dejaré de ser humano. Sin embargo, sí es capaz de modificar profundamente dicha naturaleza, ya sea perfeccionándola o dañándola. De eso hablaremos el día de hoy.
1. Mis actos generan hábitos
Cada acción libre que realizo deja una huella en mi persona. Al principio, esa huella es imperceptible, como la que deja quien atraviesa un campo por primera vez. Sin embargo, a medida que la acción se repite, se va haciendo un surco, un camino, que hace que la acción realizada se haga de forma cada vez más sencilla y eficiente. Y al igual que ocurre con quien atraviesa un campo, mientras uno más pasa por el mismo lugar, más sea afirma el camino. Luego de varias caminatas, se puede ver claramente que el campo ha sido modificado. No ha dejado de ser lo que es: un campo. Sin embargo, el campo claramente no es igual, pues ahora tiene un camino por el que es más fácil transitar. Eso es lo que ocurre con los hábitos.
Los hábitos se adquieren mediante la repetición de actos libres. Y como ocurre con el campo, mientras más repito el acto, más se va trazando en mí un camino. Así, gracias al hábito, mi naturaleza se ha visto cualificada —para bien o para mal—. No en vano los antiguos llamaban a los hábitos “segunda la naturaleza”. Esto para expresar cómo de alguna manera me voy convirtiendo en aquello que hago, aunque sin llegar al extremo de lo que planteaba Pico della Mirandola. En todo caso, lo que se quiere decir es que los hábitos me modifican profundamente.
2. “Me convierto” en aquello que hago
El acto propio de la justicia consiste en dar a cada quien lo que le corresponde. Y la persona que sostiene en el tiempo dicha acción va a adquiriendo poco a poco dicho hábito. Lo interesante es que ese hábito adquirido no se tiene como una posesión externa o una prenda de vestir. La persona que posee el hábito de la justicia es justa. Las acciones que ha venido realizando —y se han hecho hábito— la han modificado interiormente. Y así, ha adquirido una nueva cualidad que forma parte de su persona.
Ahora bien, los hábitos modifican interiormente a la persona, sí, pero lo hacen con miras a la realización de actos concretos. ¿Cuáles? Precisamente aquellos que dieron origen al hábito. Por eso, una persona que adquirió el hábito de la justicia realizará actos de justicia de manera cada vez más (1) fácil, (2) rápida y eficiente, y (3) además con un cierto placer. En efecto, cuando de tanto pasar por el mismo lugar se ha hecho un camino en medio del campo, resulta más sencillo —y casi “natural”— seguir pasando por él.
Esas tres características señaladas son comunes a todos los hábitos, tanto los que me perfeccionan cuanto los que me quitan perfección. Los actos que me perfecciona en cuanto ser humano dan origen a hábitos buenos, que se denominan virtudes. En cambio, los hábitos que me alejan de dicha perfección dan origen a hábitos malos, los cuales se denominan vicios.
3. Una herida en mi naturaleza
Las virtudes que adquirimos inevitablemente nos llevan a destacar. Mediante ellas, nuestra naturaleza se perfecciona cada vez más, de forma que efectivamente llegamos a ser la mejor versión de nosotros mismos. Las virtudes modifican mi naturaleza plenificándola, haciéndola cada vez mejor, más eficiente, más perfecta. Los vicios, en cambio, hacen lo contrario.
Un vicio es como cruzar el campo por el lugar equivocado. Arranco arbustos, pisoteo flores, espanto la fauna silvestre. En una palabra, daño en el campo. Lo mismo ocurre con mi naturaleza.
Los vicios me tensionan a que siga realizando los actos propios de dicho vicio. Se trata de actos que me quitan perfección precisamente porque me hacen daño. Pensemos en el vicio de mentir, de consumir drogas, de robar, de masturbarse, de ver pornografía, o de relacionarse con otras personas buscando maximizar el propio placer. Cada uno de estos actos son autodestructivos: me hacen daño. Y mientras más los sostengo en el tiempo, más daño me hago.
4. Una herida que no me deja avanzar
Como todo hábito, los vicios me modifican profundamente, aunque para mal. Quien tiene un vicio, tiene en realidad una herida en su naturaleza. Como ocurre con las heridas del cuerpo, esta clase de heridas, que son los vicios, demoran en curar. Tener esto en cuenta es muy importante para no desanimarse cuando uno asume el valiente —y necesario— desafío de abandonar sus vicios.
“¿Por qué sigo viendo pornografía a pesar de saber que está mal?” “¿Por qué a pesar de ser consciente del daño que me hace siento que no puedo la puedo dejar?” Un vicio es como un corte en la pierna. Mientras más repito el acto, más se va hundiendo el cuchillo en la piel, cortando músculos, y llegando hasta el hueso. “¿En cuánto tiempo podré volver a correr, doctor?” Depende de la profundidad de la herida, de los medicamentos que se tome, de la capacidad de regeneración de la propia persona, etc.
“¿Por qué me confieso y vuelvo a ver pornografía?” “¿Por qué sigo haciéndolo a pesar de que sé que afecta mi relación?” “¿Es que no amo a Dios?” “¿Es que no amo a mi pareja?” En ocasiones, el problema no radica en una falta de amor, sino en que la herida es profunda. Por más que ame realmente —y con mucha intensidad—, lo más probable es que, si tengo dañados los músculos de la pierna, no pueda correr. Si soy consciente de que tengo una herida, va a ser más fácil mantener el ánimo y seguir perseverando ante las propias caídas, que muchas veces se dan en ese camino de curación. Esto ocurre con todos los vicios.
5. El mundo de la sexualidad: el poder curativo del amor
Todos los vicios que uno puede adquirir en materia de sexualidad se originan a partir de actos contrarios al amor. Amor entendido como la decisión de buscar el bien y lo mejor para la otra persona. De ahí que los vicios en materia de sexualidad pasan por una instrumentalización de la otra persona en orden a buscar mi propio bien. Hablamos aquí de usar a la otra persona, lo cual se opone a amarla.
Dos contrarios no pueden coexistir. Por eso, una forma de debilitar un hábito es realizar actos contrarios a él, lo cual hace que dicho hábito poco a poco vaya perdiendo fuerza y, en su lugar, aparezca su hábito contrario. Por eso, por ejemplo, la virtud de la castidad pierde fuerza cuando uno ve pornografía. Pero, de igual modo, el vicio de ver pornografía va perdiendo fuerza en la medida que uno sostiene hacia las otras personas una actitud de amor. Y esto se aplica a todos los vicios que uno pueda tener en materia de sexualidad.
Lo que quiero decir con esto es que el amor tiene una gran potencia curativa. Algunas heridas no sólo se curan con el paso del tiempo, sino que además requieren un tratamiento. Por eso, a veces no basta simplemente con “dejar de ver pornografía” —o lo que sea que uno haya venido haciendo—. En el ámbito de la sexualidad, dicho tratamiento implica realizar actos concretos de amor que uno pueda sostener en el tiempo. Actos que, en materia de sexualidad, van configurando la virtud de la castidad.
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En este artículo, al hablar de cómo curar los vicios en materia de sexualidad, me centré únicamente en un enfoque natural. Sin embargo, desde una perspectiva sobrenatural, la gracia —que se recibe ordinariamente gracias al sacramento de la confesión y a la comunión frecuente— constituye una ayuda insustituible. Esto, claro está, sin prescindir de lo natural.