Vocación viene del verbo latino vocare, que quiere decir llamar. Cuando hablamos de vocación, hablamos de un llamado, de un propósito, de aquello para lo cual uno ha sido creado. Se suele aplicar la noción de vocación a distintos ámbitos, por ejemplo, el de la elección de una profesión —vocación de abogado, vocación de médico—. Sin embargo, en su sentido más profundo, se usa para hacer referencia a las dos grandes vocaciones cristianas: vocación al matrimonio y vocación a la vida consagrada.
Puede que yo haya llegado a la conclusión —después de un período de discernimiento o no— de que la vida consagrada no es para mí. Entonces, ¿mi vocación debe ser el matrimonio? Pero, ¿qué sucede si pasan los años y la persona indicada no llega? ¿Es que acaso no podré hacer aquello para lo cual Dios me ha creado? ¿Dios me habrá creado para la soltería? Si creo que tengo vocación al matrimonio, ¿podré realmente ser feliz si no encuentro a alguien con quien casarme?
Una gran vocación
Es cierto que al hablar de vocación en su sentido más profundo solemos hacer alusión al matrimonio y a la vida consagrada. Sin embargo, San Juan Pablo II plantea la idea de que, en realidad, sólo hay una gran vocación: la vocación al amor. El matrimonio y la vida consagrada no serían otra cosa que dos concreciones de dicha vocación.
San Juan Pablo II dice que la vocación a la vida consagrada será más bien una vocación excepcional. En cambio, la manera “general” según la cual se expresa la vocación al amor es el matrimonio. Pero, ¿podría ocurrir que alguien no tenga vocación ni a la vida consagrada ni al matrimonio? Yo respondería a esta pregunta de la siguiente manera: todos —ya sean consagrados, casados o solteros— están llamados a vivir su vocación al amor. Pero para entender esto, es importante que reflexionemos acerca de qué es el amor.
¿Qué es el amor?
Debemos distinguir el amor de aquellas realidades que suelen acompañarlo, pero que no son amor. Es el caso de la atracción física —asociada al deseo— y del enamoramiento. Si bien ambos —especialmente este último— se suelen identificar con el amor, San Juan Pablo II dirá que son insumos para el amor, pero no son amor. ¿Qué es, entonces, el amor?
Más que un sentimiento o un deseo intenso, el amor es una decisión: la decisión de buscar el bien y lo mejor para el otro. Se trata de una elección que se nutre de la atracción y de los sentimientos, pues el hecho de sentir cosas fuertes por alguien me puede ayudar a querer buscar en todo su bien. Sin embargo, en su esencia más pura, el amor es una elección.
En el amor de pareja, la búsqueda del bien del otro progresivamente se va viviendo como una donación. En efecto, uno paulatinamente le va haciendo el don de su persona al otro, a la vez que recibe el don de su persona el otro le hace. Y esta misma dinámica se aplica a la vida consagrada, en la cual el “otro” al cual uno se entrega completamente es Dios —y en Él, a los demás—. En su forma más extrema, el amor adquiere la forma del don. Y es desde esta comprensión que se entiende la vocación al amor.
¿Vocación a la soltería?
Hablar de una vocación universal al amor implica afirmar que el ser humano únicamente alcanza su plenitud amando, es decir, haciéndose don. El ser humano sólo alcanza su perfección última —su felicidad, su “florecimiento” en cuanto persona, su unión con Dios— entregándose a otro. En el matrimonio, ese “otro” será el cónyuge; y en la vida consagrada, ese “otro” será Dios. Pero la vocación al amor puede trascender estas dos concreciones —matrimonio y vida consagrada— manteniendo en el centro la dimensión de la entrega, la dimensión del don para los demás.
Alguien que no está casado ni es consagrado no tiene una vocación a la soltería: está llamado a vivir su vocación al amor. ¿De qué manera? Entregándose, haciéndose don para otros. Para eso ha sido creado, a eso es llamado por Dios. Y esa entrega podrá adquirir las formas más variadas.
La vocación al amor puede vivirse en el cuidado de los padres, de algún familiar enfermo, de sobrinos o ahijados. Puede vivirse también en una entrega a los otros en la tarea docente, en algún apostolado, o constituyendo un hogar de acogida. Puede vivirse también desde una dedicación a la política o a alguna obra de impacto social. Pero siempre en el marco de la entrega de la propia persona a los demás.
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La Escritura dice que hay más alegría en dar que en recibir (Hc. 20, 35). Y mientras uno más se entrega al dar, más plenitud experimenta. No son el matrimonio o la vida consagrada por sí mismos los que aportan dicha plenitud, sino el amor que uno es capaz de vivir en ellos. Y ese amor puede vivirse también fuera de ellos.